La mecánica Catalina Fierro, dueña de un modesto taller en las afueras de Caracas, se ve confrontada por el arrogante y adinerado Leonardo Santini, quien llega con una propuesta de trabajo para modificar unos vehículos exclusivos. Leonardo, prejuicioso por el género de Catalina, duda de su capacidad como mecánica, generando un inmediato rechazo por parte de ella, quien lo echa sin dudarlo. Sin embargo, la situación económica precaria de su familia y la urgente necesidad de costear una operación médica para su padre obligan a Catalina a reconsiderar la oferta cuando el influyente padre de Leonardo, Don Rafael Santini, interviene personalmente. Don Rafael, creyendo que Leonardo podría aprender de la determinación de Catalina y viceversa, idea un plan inesperado. Para asegurar la colaboración de ambos, y ante la constante altanería de su hijo, Don Rafael le da un ultimátum: si Leonardo no quiere ser desheredado, deberá casarse con Catalina. A Catalina, Don Rafael le ofrece un trato tentador: si acepta casarse y convivir con Leonardo durante un año, recibirá una suma de dinero considerable, suficiente para la operación de su padre y el sustento familiar, además de una beca completa para estudiar en la universidad. Ante la difícil situación, Catalina acepta el trato, aunque la perspectiva de vivir con el insoportable Leonardo la llena de aprensión. Es así como un matrimonio forzado, basado en intereses económicos y una apuesta por el aprendizaje mutuo, complica drásticamente la relación entre dos personas de mundos opuestos, desatando una serie de conflictos y tensiones inesperadas.
Leer más— ¡Ay, mi Catica! Otra vez con esas manos llenas de grasa. ¿No puedes dejar esos carros un momentito y venir a comer decentemente?
— Mami, ya casi termino con el carburador del carro de Don Ramón. Está fallando más que un corazón roto. Y tú sabes que él depende de ese carro para llevar las verduras al mercado.
— Déjala, Elena. Esa muchacha tiene el don. Desde chiquita se entendía mejor con los aparatos que con las muñecas. ¿Te acuerdas cuando desarmó el tocadiscos para ver cómo cantaba la música?
— ¡Y lo volví a armar, papá! Aprendí cómo funcionaba. Es como un cuerpo humano, solo que con piezas de metal.
— Sí, hija, pero un cuerpo humano necesita cariño y descanso. Tú trabajas demasiado. ¿Cuándo vas a pensar en ti? ¿Encontrar un buen muchacho?
— Mami, ya empezamos con eso. Los muchachos son más complicados que un motor de seis cilindros. Prefiero la compañía de mis herramientas. Ellas sí me entienden.
— Ella tiene su carácter, Elena. Siempre lo ha tenido. Recuerda cuando se empeñó en aprender a andar en bicicleta sin rueditas a la primera. Se cayó mil veces, pero no se rindió hasta que lo logró. Así es Cata para todo.
Era una bestia mecánica, un símbolo de poder y lujo que parecía haber llegado allí por error, desentonando con el ambiente desaliñado del barrio.
El rugido profundo irrumpió en la atmósfera saturada de aceite y rock and roll del taller "Fierro Motors" como un trueno en cielo despejado. No era el sonido familiar de los motores destartalados que Cata solía reparar, sino una sinfonía potente y elegante que hacía vibrar el suelo. Un brillo rojo intenso comenzó a filtrarse a través de la polvorienta ventana, capturando la atención de Cata, quien hasta ese momento estaba absorta ajustando la bujía de una vieja camioneta.
Era una bestia mecánica, un símbolo de poder y lujo que parecía haber llegado allí por error, desentonando con el ambiente desaliñado del barrio.
La puerta del conductor se abrió con un suave clic electrónico, elevándose ligeramente como un ala. Del interior emergió una figura vestida con impecable elegancia informal: pantalones de lino oscuros, una camisa de seda color carbón desabrochada en el cuello y gafas de sol oscuras que ocultaban sus ojos.
El hombre apoyado en la puerta del Ferrari sonrió, una expresión que suavizó ligeramente sus rasgos severos sin llegar a disipar el aura de control que lo rodeaba.
—Hola —dijo, su voz grave y melodiosa, con un ligero acento que Cata no pudo identificar de inmediato—. Mi nombre es Leonardo Santini. Estoy buscando al mecánico de apellido Fierro.
En ese momento, Catalina, con las manos aún engrasadas y una llave inglesa colgando de su bolsillo, emergió completamente de debajo de la vieja camioneta, enderezándose con una agilidad sorprendente. Su rostro, aunque con algunas manchas de aceite, mostraba una expresión de firmeza y determinación.
—¿Quién lo busca? —respondió Catalina, su voz directa y sin rodeos, mientras se limpiaba las manos con un trapo.
Leonardo Santini la observó de arriba abajo, desde su overol manchado hasta su cabello oscuro recogido en una coleta improvisada. Su sonrisa se desvaneció por completo, reemplazada por una mirada de sorpresa mezclada con un evidente desdén.
—Pensé que era un hombre —dijo Leonardo, dejando escapar sus palabras con una incredulidad apenas disimulada—. No me imaginé que debajo de… una camioneta estaría una mujer.
Catalina se cruzó de brazos, su mirada endureciéndose.
—¿Qué tiene de malo que una mujer sea mecánica, señor Santini? —replicó con dureza, su tono desafiante—. ¿Tiene algún problema con que una mujer sea la mecánica de este taller, el taller Fierro? Porque si es así, puede darse la vuelta y buscar a ese "hombre" mecánico en otro lugar. Aquí la que entiende de motores soy yo.
—Entiendo su… reserva, señorita Fierro —respondió con una calma que contrastaba con la tensión palpable en el aire del taller—. Sin embargo, creo que lo que tengo que proponerle podría ser de su interés. No suelo equivocarme en estas cosas.
A pesar del revuelo interno que Leonardo Santini había provocado con su mera presencia —un hombre tan pulcro y de porte distinguido, desentonaba por completo con el ambiente grasiento y desordenado de su taller—, Catalina se esforzó por mantener una fachada de indiferencia. Su corazón, sin embargo, latía un ritmo ligeramente acelerado, como un motor recién encendido. Intentó que su voz sonara tan áspera y desinteresada como siempre.
En ese instante, Leonardo acortó la distancia entre ellos. Cada paso que daba hacia ella parecía cargar el aire con una electricidad sutil. Catalina sintió un vuelco en el estómago, una sensación extraña y desconocida que la desestabilizaba. Sus emociones, generalmente tan firmes y controladas, comenzaban a agitarse como aceite en un motor recalentado. Aquel hombre, con un cuerpo tan…... corpulento, sus brazos se veían fuertes bajo la tela fina de su camisa, evidenciando una disciplina física que contrastaba con la pulcritud de su vestimenta. Catalina tragó saliva, intentando mantener la compostura mientras él se detenía a pocos pasos de ella, invadiendo su espacio personal de una manera que la ponía inexplicablemente nerviosa.
—¿Qué tipo de negocio quiere usted conmigo? —dijo Catalina.
—Negocios, señorita Fierro —respondió Leonardo, deteniéndose donde ella lo había obligado, aunque sus ojos no la abandonaban—. Un tipo de negocio que, estoy seguro, despertará su interés profesional… y quizás, algo más.
Catalina se giró hacia la vieja camioneta, fingiendo examinar un detalle del motor con una concentración que no sentía. La proximidad de Santini la había descolocado más de lo que quería admitir. Necesitaba espacio para ordenar sus pensamientos, para que el latido acelerado de su corazón volviera a un ritmo normal.
—No estoy interesada en ningún negocio, señor —dijo, su voz intentando sonar casual mientras alcanzaba una herramienta—. Estoy bastante ocupada con mis clientes habituales.
—Vaya, qué mujer tan obstinada —murmuró Leonardo, su tono ahora teñido de un ligero fastidio, aunque una sombra de algo más, quizás sorpresa o incluso viendo un desafío, brilló en sus ojos oscuros—. No me creía del todo lo que me dijeron de ti. Pensé que exageraban tú… peculiar carácter.
—Si no le agrada mi personalidad, puede irse por donde vino —replicó Catalina sin siquiera dignarse a mirarlo. Su atención seguía aparentemente centrada en el motor de la camioneta.
Leonardo observó la espalda tensa de Catalina, la forma en que sus manos se aferraban con fuerza a la herramienta. Percibió la muralla de desconfianza y testarudez que ella erigía a su alrededor. Un suspiro apenas audible escapó de sus labios.
—Bien —dijo, su tono ahora más frío y distante—. Vine hasta aquí ofreciéndole un negocio que podría haberle cambiado la vida, señorita Fierro. Algo que habría llevado su talento a un nivel completamente nuevo, con beneficios que quizás nunca imaginó. Pero veo que con una mujer como usted… la comunicación resulta… compleja.
Se giró sobre sus talones con una elegancia desdeñosa, caminando de vuelta hacia su reluciente Ferrari. Abrió la puerta con un movimiento fluido y se deslizó en el interior. El motor rugió a la vida, llenando el taller con su potente sonido una última vez.
Sin dirigirle una última mirada, Leonardo Santini sacó el deportivo rojo del taller con una maniobra experta, desapareciendo tan rápido como había llegado.
En el momento en que el rugido del Ferrari se desvanecía en la distancia, la figura de Mamá Elena apareció tímidamente en el umbral del taller. Había estado observando la escena desde la puerta de la casa, con el ceño fruncido y una mezcla de curiosidad y preocupación en sus ojos.
—Hija, ¿qué ha pasado? —preguntó con voz suave, acercándose lentamente a Catalina, quien seguía de espaldas, con la herramienta inmóvil en sus manos. —¿Quién era ese hombre? Y… ¿Por qué se fue tan molesto?
—No te preocupes, mamá —respondió Catalina, girándose finalmente hacia su madre, aunque su mirada aún reflejaba una mezcla de sorpresa y ligera irritación—. Es solo un ricachón engreído. De esos que creen que porque tienen dinero, nosotros, los pobres, debemos rendirles honores. Un creído nada más. No le prestes atención.
—Bueno, vamos a la casa para que comas algo, hija —dijo su madre, con una mirada de cariño y preocupación hacia Catalina.
—Sí, voy contigo —respondió Cata, dejando la herramienta sobre la mesa con un suspiro. Aunque intentaba restarle importancia al encuentro con Santini, una punzada de curiosidad persistía en su interior. ¿Qué tipo de negocio tan importante podría haberle ofrecido ese hombre? Y, a pesar de su arrogancia, ¿por qué su presencia la había afectado de una manera tan extraña? Sacudió la cabeza, tratando de alejar esos pensamientos mientras seguía a su madre hacia la calidez y el aroma familiar de su hogar.
Don Rafael estaba sentado en su sillón de cuero, con la mirada perdida en algún punto más allá de la ventana, sus manos entrelazadas sobre su regazo. A su lado, Leonardo y Catalina permanecían de pie, observándolo con una mezcla de preocupación y respeto. Los ecos de la confrontación en la sala de juntas, los gritos de Mateo, las sirenas de la policía, aún resonaban en el aire.Después de que Mateo, Rodolfo y Alfonso fueran llevados, la conmoción había dado paso a una tristeza profunda. Los inversionistas se habían dispersado, algunos aliviados por la purga, otros consternados por la magnitud de la traición. Don Rafael había regresado a su oficina, sumido en un mutismo que preocupaba a Leonardo y Catalina. Había llegado el momento de desvelar la verdad completa, por dolorosa que fuera.Leonardo se aclaró la garganta, rompiendo el silencio. —Padre… necesitamos hablar. Hay más cosas que hemos descubierto durante la investigación.Don Rafael asintió lentamente, sin apartar la vista del ex
La aparición de Leonardo en la sala de juntas había congelado el tiempo. El aire, antes denso por la tensión, ahora vibraba con una electricidad palpable. Mateo, Rodolfo y Alfonso, antes llenos de furia y desprecio, ahora eran estatuas de puro terror. Sus rostros, descompuestos, reflejaban la comprensión de que su elaborado castillo de mentiras se había derrumbado estrepitosamente.Leonardo, de pie junto a Catalina, su mano aún en su hombro, recorrió la sala con una mirada que no dejaba lugar a dudas. No era el hombre frágil y atormentado que habían imaginado, sino un fénix resurgido de las cenizas, con una determinación inquebrantable.—Como mi esposa ha demostrado con pruebas irrefutables —repitió Leonardo, su voz resonando con una autoridad que no se escuchaba desde hacía meses—, la Corporación Santini ha sido víctima de un fraude masivo. Y los responsables están sentados en esta mesa.Señaló a Mateo, Rodolfo y Alfonso. La acusación, ahora respaldada por su propia presencia, era un
El sol de la mañana se colaba por los ventanales de la sala de juntas principal de la Corporación Santini, iluminando el pulido caoba de la mesa y los rostros tensos de los asistentes. Catalina estaba de pie junto a la cabecera, su figura esbelta pero imponente, vestida con un traje oscuro que contrastaba con su habitual mono de trabajo. Había convocado esta reunión con una urgencia que no admitía réplicas, bajo el pretexto de una "revelación crítica que afecta la estabilidad y el futuro de la empresa". La invitación, enviada a través de los canales de Don Rafael, había garantizado la asistencia de todos los pesos pesados.Entre los presentes, las miradas de curiosidad y preocupación se mezclaban con otras más calculadoras. En un extremo de la mesa, Mateo Santini, con su habitual aire de superioridad, se cruzaba de brazos, una ceja arqueada en señal de impaciencia. A su lado, Rodolfo y Alfonso, padre e hijo, mantenían una fachada de calma, aunque el ligero temblor en la mano de Alfonso
El viaje de regreso a la cabaña fue un sudario de silencio. El motor del coche de Catalina parecía el único sonido en el vasto vacío de la noche, un zumbido monótono que apenas lograba romper la pesadez que se había instalado entre ellos. Leonardo, en el asiento del copiloto, miraba por la ventana, pero sus ojos no veían el paisaje oscuro que pasaba a toda velocidad. Solo veía la imagen de Mateo, su hermano, sentado frente a la computadora de su padre, manipulando los archivos, tecleando con una calma escalofriante.Don Rafael, por su parte, había tomado una decisión rápida y dolorosa. Después de que Mateo se alejara de la oficina, el viejo patriarca, con el rostro aún pálido por la conmoción, había mirado a Leonardo y Catalina.—Váyanse ustedes. Yo me quedo. No puedo dejar la mansión así, no ahora. Y si Mateo sospecha algo, mi presencia aquí es crucial para mantener la fachada. Necesito saber qué más está haciendo.Leonardo había protestado, preocupado por la seguridad de su padre, pe
Don Rafael, por primera vez en muchos años, sintió el frío de la derrota. Cerró los ojos, intentando contener el dolor. No quería que nadie lo viera débil. Había perdido a su hijo. Leonardo, su hijo, el que siempre había sido tan problemático y a la vez tan parecido a él, se había ido. En su mente, Don Rafael ya había aceptado que Leonardo estaba muerto.Justo en ese momento, se escuchó un ruido suave en la puerta. Don Rafael no le dio importancia. Seguramente era Catalina, quien en esos días se había convertido en un apoyo inesperado, trayéndolo té o simplemente sentándose en silencio con él.La puerta se abrió despacio. Un hilo de luz del pasillo entró en la oficina oscura. Don Rafael ni se movió.—Padre…La voz. Era débil, ronca, pero inconfundible. Don Rafael abrió los ojos de golpe. Su corazón se detuvo. Miró hacia la puerta, dudando de lo que oía.Allí, de pie en el umbral, apoyado en el marco de la puerta, estaba Leonardo Vivo.Don Rafael se levantó de golpe de su silla, tan rá
Mientras la noche llegaba, Catalina y Leonardo revisaron el plan. Había mucha tensión en la pequeña cabaña, mezclada con el olor a leña quemada de la chimenea.—La seguridad de la mansión es complicada —dijo Leonardo, señalando un mapa que había dibujado en una servilleta—. Hay cámaras, sensores y guardias. Pero conozco los lugares donde no se ve bien y los horarios de los guardias nuevos. Debemos entrar por atrás, cerca de la cocina.Catalina escuchaba con atención, su mente mecánica ya repasando y ajustando el plan. —Mi coche no llamará la atención al entrar, sobre todo si finjo que es una emergencia de trabajo. Pero una vez dentro, ¿cómo te mueves? ¿Cómo llegas a tu padre sin que nadie te vea?Leonardo pensó. —Ese es el verdadero problema. Necesito ropa de empleado, algo que me permita pasar desapercibido. A los jardineros o al personal de mantenimiento casi nunca les preguntan nada después de cierta hora. Y debo evitar encontrarme con nadie.—Necesitamos que tu padre esté solo, o
Último capítulo