La mecánica Catalina Fierro, dueña de un modesto taller en las afueras de Caracas, se ve confrontada por el arrogante y adinerado Leonardo Santini, quien llega con una propuesta de trabajo para modificar unos vehículos exclusivos. Leonardo, prejuicioso por el género de Catalina, duda de su capacidad como mecánica, generando un inmediato rechazo por parte de ella, quien lo echa sin dudarlo. Sin embargo, la situación económica precaria de su familia y la urgente necesidad de costear una operación médica para su padre obligan a Catalina a reconsiderar la oferta cuando el influyente padre de Leonardo, Don Rafael Santini, interviene personalmente. Don Rafael, creyendo que Leonardo podría aprender de la determinación de Catalina y viceversa, idea un plan inesperado. Para asegurar la colaboración de ambos, y ante la constante altanería de su hijo, Don Rafael le da un ultimátum: si Leonardo no quiere ser desheredado, deberá casarse con Catalina. A Catalina, Don Rafael le ofrece un trato tentador: si acepta casarse y convivir con Leonardo durante un año, recibirá una suma de dinero considerable, suficiente para la operación de su padre y el sustento familiar, además de una beca completa para estudiar en la universidad. Ante la difícil situación, Catalina acepta el trato, aunque la perspectiva de vivir con el insoportable Leonardo la llena de aprensión. Es así como un matrimonio forzado, basado en intereses económicos y una apuesta por el aprendizaje mutuo, complica drásticamente la relación entre dos personas de mundos opuestos, desatando una serie de conflictos y tensiones inesperadas.
Leer másDon Rafael mantuvo su compostura, ignorando la interrupción de su hijo con una mirada firme.—Señorita Catalina —continuó con su tono educado y conciliador—, como ya habrá tenido la… oportunidad de conocer a mi hijo Leonardo, vengo a ofrecerle mis más sinceras disculpas por cualquier impertinencia que seguramente le causó.—¡Papá, por qué le dices eso! Yo no soy… —protestó Leonardo, su rostro enrojeciendo de rabia.Catalina lo interrumpió con una sonrisa sarcástica.—Sí, muy impertinente —afirmó, cruzándose de brazos y mirando a Leonardo con desdén—. Como se ve que no sabe tratar a las mujeres.—¿Usted qué sabe de hombres? —dijo Leonardo, incapaz de contenerse por más tiempo.—Leonardo —lo interrumpió Don Rafael con una mirada severa—, ese no es el tema que nos interesa en este momento. ¿Qué te sucede? —protestó, dirigiéndose a su hijo con un tono de advertencia.—Señorita Catalina —prosiguió Don Rafael, manteniendo la compostura y dirigiéndose directamente a ella—, como le decía, nec
Leonardo llegó a la imponente mansión Santini como una tormenta furiosa. El rugido de su Ferrari al entrar en la propiedad fue más fuerte y agresivo de lo habitual, y al detenerse frente a la entrada principal, azotó la puerta con una violencia.Mateo Santini, su hermano y confidente, quien lo esperaba en el pórtico, lo observó descender del coche con el ceño fruncido y los nudillos blancos.—¿Qué te pasa, hermano? —preguntó Mateo, acercándose con cautela—. Pareces un volcán a punto de erupcionar. ¿No salió bien lo de la mecánica?—¡No me hables de esa mujer! —exclamó Leonardo, pasando una mano con frustración por su cabello—. ¡No la soporto! No entiendo por qué mi padre sigue insistiendo en traerla. Es una maleducada, una… ¡Una salvaje con llaves inglesas!Mateo lo observó con una expresión comprensiva, aunque con un ligero matiz de ironía.—¿Será porque es buena en lo que hace, Leonardo? —sugirió con calma—. Papá no suele tomar decisiones basadas en simpatías personales, lo sabes b
Al día siguiente, en la imponente mansión de los Santini, el desayuno se servía en un comedor bañado por la luz matinal que se filtraba a través de los ventanales con vistas a los jardines impecablemente cuidados. El aroma a café recién hecho y a frutas frescas llenaba el aire mientras Leonardo, vestido con una bata de seda oscura, tomaba asiento frente a su padre, Don Rafael Santini, un hombre de porte autoritario y mirada penetrante, a pesar de sus canas.Don Rafael dejó la taza de café sobre el plato con un suave tintineo, sus ojos fijos en su hijo.—Leonardo —comenzó, su voz grave y directa, sin rodeos—, ¿qué pasó con la chica mecánica que debería haber venido? Tenías plena confianza en tus contactos. ¿Por qué no está aquí? El tiempo apremia con este encargo.Leonardo dejó la tostada a medio comer en su plato, su expresión aún marcada por la frustración del encuentro del día anterior.—No quiero hablar de esa creída, papá —respondió, su tono denotando una molestia palpable—.¿Qué
— ¡Ay, mi Catica! Otra vez con esas manos llenas de grasa. ¿No puedes dejar esos carros un momentito y venir a comer decentemente?— Mami, ya casi termino con el carburador del carro de Don Ramón. Está fallando más que un corazón roto. Y tú sabes que él depende de ese carro para llevar las verduras al mercado.— Déjala, Elena. Esa muchacha tiene el don. Desde chiquita se entendía mejor con los aparatos que con las muñecas. ¿Te acuerdas cuando desarmó el tocadiscos para ver cómo cantaba la música?— ¡Y lo volví a armar, papá! Aprendí cómo funcionaba. Es como un cuerpo humano, solo que con piezas de metal.— Sí, hija, pero un cuerpo humano necesita cariño y descanso. Tú trabajas demasiado. ¿Cuándo vas a pensar en ti? ¿Encontrar un buen muchacho?— Mami, ya empezamos con eso. Los muchachos son más complicados que un motor de seis cilindros. Prefiero la compañía de mis herramientas. Ellas sí me entienden.— Ella tiene su carácter, Elena. Siempre lo ha tenido. Recuerda cuando se empeñó en