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Capítulo 3 La Visita Inesperada y una Oferta Pendiente

Leonardo llegó a la imponente mansión Santini como una tormenta furiosa. El rugido de su Ferrari al entrar en la propiedad fue más fuerte y agresivo de lo habitual, y al detenerse frente a la entrada principal, azotó la puerta con una violencia.

Mateo Santini, su hermano y confidente, quien lo esperaba en el pórtico, lo observó descender del coche con el ceño fruncido y los nudillos blancos.

—¿Qué te pasa, hermano? —preguntó Mateo, acercándose con cautela—. Pareces un volcán a punto de erupcionar. ¿No salió bien lo de la mecánica?

—¡No me hables de esa mujer! —exclamó Leonardo, pasando una mano con frustración por su cabello—. ¡No la soporto! No entiendo por qué mi padre sigue insistiendo en traerla. Es una maleducada, una… ¡Una salvaje con llaves inglesas!

Mateo lo observó con una expresión comprensiva, aunque con un ligero matiz de ironía.

—¿Será porque es buena en lo que hace, Leonardo? —sugirió con calma—. Papá no suele tomar decisiones basadas en simpatías personales, lo sabes bien. Si insiste en ella, es porque su talento es crucial para ese encargo.

Don Rafael Santini había estado observando la llegada de su hijo desde la ventana de su despacho, su rostro impasible mientras veía el Ferrari detenerse con brusquedad y a Leonardo descender con una furia evidente. En cuanto Leonardo entró en el salón principal, su padre lo recibió con una mirada inquisitiva.

—¿Qué te pasó? ¿La trajiste? —preguntó Don Rafael, su voz manteniendo una calma que contrastaba con la agitación de su hijo.

Leonardo explotó, volcando su frustración.

—¡Es una insoportable! ¡Una creída! Me trató… ¡Me trató como si yo fuera un don nadie! En mi vida, ninguna mujer me ha hablado de esa manera. ¡Como si su taller mugriento fuera el palacio de Buckingham y yo un simple mendigo! No entiendo por qué sigues insistiendo con ella, papá. Debe haber otra persona…

—Exacto, Leonardo —respondió Don Rafael con una seriedad que cortó la rabieta de su hijo—. Ninguna mujer te ha tratado así en tu vida, hijo, precisamente porque la mayoría de las que se te acercan lo hacen buscando tu posición, tu dinero. Lo que hacen es adularte, decirte lo que quieres oír. Catalina Fierro, por lo que parece, no tiene esa necesidad. Y aunque su actitud sea… peculiar, esa independencia es precisamente lo que me hace pensar que su talento es genuino y no está inflado por la adulación.

Don Rafael se enderezó, su mirada firme clavada en su hijo.

—Así que, viendo que tú no has sido capaz de convencerla con tus… encantos —añadió con un ligero matiz de ironía—, no tengo otro remedio que ir yo mismo en persona. Prepárate, Leonardo. Mañana por la mañana visitaremos el taller de la señorita Fierro. Y esta vez, espero que las cosas se hagan a nuestra manera.

Mientras tanto, en el modesto apartamento que compartía con su madre, Catalina caminaba de un lado a otro, gesticulando con frustración mientras hablaba por teléfono con su mejor amiga, Cenaida.

—¡Ay, Cenaida! ¡Es que no puedo con ese creído! ¿Quién se cree que es? Llega a mi taller como si fuera la gran cosa, con su carro de lujo y su aire de superioridad. ¡Pero qué le pasa! ¿Acaso piensa que porque tiene dinero puede pisotear a la gente? ¡Yo soy buena en lo que hago! Mis clientes me buscan por mi trabajo, no por mi cara bonita ni por mi apellido. ¡No necesito nada de ese engreído!

Se detuvo bruscamente, suspirando.

—Pero dime, Catalina… ¿Es simpático? —preguntó Cenaida con un tono juguetón que contrastaba con la indignación de su amiga—. Te digo, físicamente… ¿Cómo es? A ver si al menos tenía algo bueno el ricachón.

—Bueno… sí, lo es —admitió Catalina con un ligero rubor en sus mejillas, aunque su tono seguía siendo defensivo—. Sus brazos… se notaba que hacía ejercicio. Y esa mirada… tenía algo, no sé… como si viera a través de ti. ¡Pero eso no es lo que importa, Cenaida! Es un creído insoportable. Seguro que también es un mujeriego de esos que piensan que las mujeres deben derretirse por su dinero y su coche lujoso. ¡Puaj! No quiero saber nada de hombres así.

A la mañana siguiente, el ambiente habitual del taller "Fierro Motors" —una mezcla de olor a aceite, metal y el ritmo constante de la radio— se vio alterado por el inconfundible rugido de un motor de alta gama acercándose. Sin embargo, esta vez el sonido tenía una tonalidad diferente, más señorial y menos estridente que el del Ferrari rojo que había irrumpido en sus vidas el día anterior. Era un motor potente, sí, pero con una elegancia sobria, un ronroneo profundo que hablaba de lujo y tradición.

Catalina, vestida con su inseparable braga de mecánica, ajustaba la correa de un alternador cuando el vehículo se detuvo frente al taller. Era un Bentley Continental GT, de un color gris antracita impecable, cuya presencia imponente llenó el espacio con una autoridad silenciosa. La pintura relucía bajo el sol matutino, reflejando la modesta fachada del taller como un espejo de dos mundos contrastantes.

La puerta se abrió con suavidad, revelando una figura que emanaba un aire de poder tranquilo y sofisticación. Don Rafael Santini descendió del vehículo con una elegancia pausada, su traje impecable y su mirada penetrante, recorriendo el taller con una evaluación discreta. No había en él la impetuosidad de su hijo, sino una calma estudiada que sugería una voluntad de acero.

Catalina, con una llave inglesa aún en la mano, observó al recién llegado con una ceja ligeramente arqueada. Este hombre era diferente al joven arrogante del Ferrari. Su presencia demandaba respeto de una manera más sutil pero innegable. La curiosidad y una cautelosa expectación se encendieron en sus ojos oscuros mientras esperaba a que el hombre se dirigiera a ella.

En ese momento, la sorpresa de Catalina se intensificó al ver descender del Bentley a Leonardo. Su rostro reflejaba una clara molestia, sus ojos oscuros fijos en ella con una rabia apenas disimulada. Su presencia, contrastando con la elegancia serena del hombre que lo acompañaba, evidenciaba que no había venido por voluntad propia. Parecía más bien un perro rabioso arrastrado a la fuerza.

Catalina entrecerró los ojos, su actitud defensiva volviendo a activarse. Si el engreído había regresado, y esta vez con compañía, seguramente no traían buenas noticias. La calma expectante que había sentido al ver el Bentley se disipó, reemplazada por una punzante sensación de alerta.

Don Rafael se acercó a Catalina con una sonrisa educada, extendiéndole una mano con un gesto de respeto. Su voz era grave y amable, transmitiendo una autoridad tranquila.

—Señorita Catalina —dijo con una cortesía impecable—, es un placer conocerla. Mi nombre es Rafael Santini. Y este —añadió, haciendo un leve gesto hacia su hijo, cuya mirada fulminaba a Catalina— es mi hijo, Leonardo.

En ese instante, la mirada de Catalina se posó brevemente en Don Rafael, respondiendo con un asentimiento cortés, pero inmediatamente se desvió hacia Leonardo. Sus ojos oscuros, generalmente llenos de determinación, ahora brillaban con una intensidad gélida. La forma en que lo miraba transmitía un mensaje claro y sin palabras: "Si las miradas pudieran matar, tú ya estarías bajo tierra". No había cortesía ni amabilidad en esa fulminante inspección; solo una promesa silenciosa de que no olvidaría su comportamiento anterior.

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