En ese momento, lejos de la opulencia del Bentley y la tensa atmósfera del taller, Catalina se encontraba en la modesta casa de sus padres, un hogar lleno de calidez y sencillez. El aroma a café recién colado y las voces suaves de sus padres llenaban el ambiente, creando un contraste abismal con el reciente encuentro.Catalina estaba sentada a la mesa de la cocina, con la tarjeta de Don Rafael apoyada sobre el mantel de hule floreado. Sus manos, aun con rastros de grasa a pesar de haberlas lavado, jugueteaban nerviosamente con una esquina del cartón dorado. Sus padres la observaban con una mezcla de curiosidad y preocupación.—¿Y bien, hija? —preguntó su madre, Elena, una mujer de rostro amable y manos trabajadoras—. ¿Quién era ese señor tan elegante que vino a buscarte al taller? Nunca había visto un carro así por el barrio.Su padre, Rafael (un nombre que resonaba con el del hombre del Bentley, aunque la coincidencia era pura), un hombre de pocas palabras, pero de mirada penetrante,
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