Don Rafael mantuvo su compostura, ignorando la interrupción de su hijo con una mirada firme.
—Señorita Catalina —continuó con su tono educado y conciliador—, como ya habrá tenido la… oportunidad de conocer a mi hijo Leonardo, vengo a ofrecerle mis más sinceras disculpas por cualquier impertinencia que seguramente le causó.
—¡Papá, por qué le dices eso! Yo no soy… —protestó Leonardo, su rostro enrojeciendo de rabia.
Catalina lo interrumpió con una sonrisa sarcástica.
—Sí, muy impertinente —afirmó, cruzándose de brazos y mirando a Leonardo con desdén—. Como se ve que no sabe tratar a las mujeres.
—¿Usted qué sabe de hombres? —dijo Leonardo, incapaz de contenerse por más tiempo.
—Leonardo —lo interrumpió Don Rafael con una mirada severa—, ese no es el tema que nos interesa en este momento. ¿Qué te sucede? —protestó, dirigiéndose a su hijo con un tono de advertencia.
—Señorita Catalina —prosiguió Don Rafael, manteniendo la compostura y dirigiéndose directamente a ella—, como le decía, necesitamos de su conocimiento y habilidad para llevar a cabo un pedido importante en nuestra empresa. Según tengo entendido, usted es muy talentosa en lo que hace.
—Le han informado bien —confirmó Catalina, manteniendo su atención en Don Rafael, ignorando por completo la presencia de Leonardo.
—Es por eso que he venido personalmente a hacerle una buena propuesta —continuó Don Rafael, con un tono que denotaba seriedad y respeto.
—No estoy interesada, señor Santini. Es usted muy amable —respondió Catalina con firmeza, sin suavizar su tono.
—¿Viste, padre? —interrumpió Leonardo con un deje de triunfo en su voz—. No sigamos perdiendo tiempo.
—¡Cállate, Leonardo! Es la última vez que te lo digo —dijo Don Rafael, fulminando a su hijo con la mirada antes de volver a dirigirse a Catalina—. Sé, señorita Fierro, que su decisión está influenciada, más que todo, por la molestia que siente hacia mi hijo y su… desafortunada primera impresión.
—No tengo nada más que decir —sentenció Catalina, dándoles la espalda y caminando hacia una vieja camioneta pick-up que estaba estacionada en un rincón del taller, con el capó levantado y varias herramientas esparcidas a su alrededor.
Don Rafael observó el taller con una mirada analítica, deteniéndose en los pocos vehículos que esperaban reparación y en la modesta infraestructura del lugar.
—Es un taller… interesante —comentó, su tono neutral, sin dejar traslucir juicio alguno. —Noto que no tiene mucho trabajo aquí, señorita Fierro.
—Eso es cierto —intervino Leonardo con un tono condescendiente—. Las veces que he venido, solo está reparando esa vieja camioneta. Seguramente los clientes prefieren talleres con más… prestigio.
—Es solo que yo sola trabajo aquí —explicó Catalina, volviéndose nuevamente hacia Don Rafael, ignorando por completo el comentario despectivo de Leonardo—. Y no puedo abarcar mucho trabajo a la vez. La realidad es que, en mi opinión, prefiero un trabajo bien hecho, aunque tarde un poco más. La calidad es más importante que la cantidad.
Don Rafael asintió lentamente, su mirada ahora fija en Catalina, evaluando su reacción.
—Estoy totalmente de acuerdo con eso, señorita Fierro —dijo, retomando el hilo de la conversación con un tono más serio—. Pero, según tengo entendido, se le está haciendo difícil mantener el taller. Me han informado que está pronto por llegar a la quiebra, que no logra cubrir el alquiler y que, aparentemente, este es el único sustento de su familia. ¿Es correcta esta información?
—Bueno… sí, es correcta la información —admitió Catalina, su tono ahora con una mezcla de resignación y orgullo herido—. Pero eso no quiere decir que tenga que aceptar cualquier propuesta… o a cualquiera —añadió, su mirada clavándose en Leonardo por un instante antes de volver a Don Rafael—. Según veo… usted parece un hombre de negocios inteligente, señor Santini. Seguramente entenderá que la desesperación no es una buena consejera.
—Es por eso que mi propuesta sigue en pie, señorita Fierro —insistió Don Rafael, con una sonrisa que denotaba una mezcla de respeto y determinación—. Me encanta su actitud. La idea es que trabaje en la mansión. Le aseguro que mi hijo no la molestará más. ¿Es cierto, Leonardo?
En ese momento, Leonardo, visiblemente incómodo bajo la mirada severa de su padre, asintió con la cabeza, apenas audible.
—Sí, padre… es cierto —murmuró, mirando al suelo.
Don Rafael volvió su atención a Catalina.
—Usted tendrá a su disposición todo lo que necesite, tanto para usted como para su familia. Un espacio adecuado para trabajar, las herramientas que requiera… y una compensación económica que le permitirá no solo superar sus dificultades actuales, sino también asegurar su futuro. Piénselo, señorita Fierro. No es una oferta que deba tomarse a la ligera.
—Lo pensaré —respondió Catalina, con un tono que no revelaba mucho de su decisión final—. ¿Puedo llamarlo después?
—Por supuesto —contestó Don Rafael con una sonrisa amable—. Leonardo, dale mi tarjeta con mi número privado.
—Tu número privado, padre… pero —comenzó a decir Leonardo, visiblemente contrariado.
—Ya te dije: con mi número privado —lo interrumpió Don Rafael con una mirada que no admitía réplica.
En ese momento, Leonardo, con evidente disgusto, extendió una de las elegantes tarjetas de su padre hacia Catalina.
Catalina tomó la tarjeta de la mano de Leonardo con una expresión que no ocultaba su desagrado. Don Rafael observó este pequeño gesto de rechazo mientras ambos regresaban al Bentley.
Una vez dentro del coche, Leonardo no pudo contener su frustración.
—Padre, pero ¿por qué esa mujer? Ya te dije que es una…
—Ya lo sé, Leonardo —lo interrumpió Don Rafael con un tono cansado—. Es buena en lo que hace. Y necesitamos esa habilidad.
—¡Pero es una pretenciosa! —insistió Leonardo, apretando los puños—. Yo no voy a soportar su presencia en la mansión… si es que acepta.
—Si acepta, tú te puedes ir al pequeño apartamento que tenemos…
—¿Qué, padre? ¿Por qué dice eso? ¡Ahí no hay ningún tipo de servicio! Tendré que hacerme mis cosas yo solo… ¡No, padre!
—Ay, hijo —suspiró Don Rafael, con una mezcla de exasperación y preocupación en su voz—. Creo que eso es lo que necesitas en realidad. Tú me preocupas, Leonardo. Vives en una burbuja, rodeado de lujos y atenciones. Quizás un poco de… independencia te haría bien.
—Mira esa chica, Leonardo —continuó Don Rafael, su tono ahora más firme y didáctico—. Sola, sin la fortuna familiar ni los contactos que tú tienes, ha logrado construir su propio taller y ganarse el respeto en un mundo de hombres. Eso, hijo, es ser una campeona. Pero tú, en tu burbuja de privilegios, no eres capaz de ver el valor del esfuerzo y la determinación cuando no vienen envueltos en seda y oro. Quizás esta experiencia te abra los ojos.
—¿Qué experiencia, padre? —replicó Leonardo con desdén—. Espero sinceramente que no acepte. Es solo una caprichosa más, con ínfulas y mal carácter. No la soporto.
Don Rafael, cuyo disgusto por la actitud y la forma de pensar de su hijo crecía a cada palabra, optó por el silencio. No valía la pena seguir discutiendo. El resto del viaje de regreso a la mansión transcurrió en una tensa calma, rota únicamente por el suave ronroneo del motor del Bentley. Don Rafael miraba por la ventana, absorto en sus pensamientos, mientras Leonardo mascullaba en voz baja su frustración, sin obtener respuesta alguna de su padre.