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Capítulo 6 Enfrentamiento en el taller

día siguiente, Catalina llegó al imponente taller ubicado en la propiedad de la mansión Santini, tal como Don Rafael le había indicado la noche anterior. Era un espacio vasto y bien equipado, muy diferente a la modestia de su propio "Fierro Motors".

Mientras tanto, en el elegante comedor de la mansión, Don Rafael compartía el desayuno con Leonardo y Mateo, un joven de semblante astuto que parecía ser cercano a la familia.

—¿Qué te parece nuestra nueva miembro en el taller? —comentó Mateo, con una sonrisa cargada de ironía, dirigiendo su mirada a Leonardo.

Leonardo frunció el ceño, dejando a un lado su taza de café con un golpe seco.

—¿De qué hablas? ¿Ha pasado algo que yo no sepa?

Don Rafael carraspeó suavemente antes de responder.

—Catalina aceptó la oferta que le hice ayer en la tarde, hijo. Ingresó como personal de la mansión y estará trabajando en el taller.

—No lo puedo creer —exclamó Leonardo, su sorpresa teñida de incredulidad y molestia—. ¿Ahora esa creída entre nosotros?

—¡Leonardo! —tronó la voz de Don Rafael, imponiendo silencio en el comedor—. No quiero que te metas con ella. Además, esta mansión es muy grande, no tienen por qué tropezarse. Simplemente, no vayas al taller. ¿Me has escuchado?

—Yo todavía no la conozco en persona —comentó Mateo, con una curiosidad evidente en su tono—. Voy a darme una vuelta al taller.

—No te pierdes nada —replicó Leonardo con desdén, volviendo a su desayuno con fastidio.

Mateo, con una sonrisa curiosa dibujada en el rostro, se dirigió al taller de la mansión. Al llegar, encontró a Catalina inmersa en la revisión de un motor, con las manos expertas moviéndose entre las piezas con una concentración admirable. Al notar su presencia, Catalina levantó la mirada y le dedicó una sonrisa abierta y amable.

—Buenos días —saludó Mateo con cortesía—. Tú debes ser Catalina. Soy Mateo, el hermano de Leonardo.

Catalina dejó a un lado la herramienta que tenía en la mano y se limpió las manos con un trapo antes de extenderle la mano.

—Buenos días, Mateo. Sí, soy Catalina. Un placer conocerte. Don Rafael me habló de ti.

Su apretón de manos fue firme y su mirada directa, transmitiendo una calidez genuina que Mateo no esperaba después de la tensa atmósfera que se había percibido en el desayuno.

—El placer es mío, Catalina —respondió Mateo, correspondiendo a su sonrisa—. Papá tiene muy buen ojo para el talento. Ya me han contado que eres una excelente mecánica.

Catalina enarcó una ceja con una sonrisa modesta.

—Hago lo que puedo. ¿Necesitas algo del taller?

—Solo quería darte la bienvenida y ponerme a tu disposición si necesitas algo —explicó Mateo con amabilidad—. Cualquier cosa, no dudes en pedírmelo.

La actitud abierta y cordial de Mateo contrastaba fuertemente con la hostilidad que había emanado de Leonardo, y Catalina lo notó de inmediato, agradeciendo internamente su gesto.

Justo después de que Mateo se despidiera y saliera del taller, sentí la mirada de alguien más clavada en mí. Era uno de los mecánicos que ya trabajaba aquí, acercándose con una expresión que no terminaba de entender.

—Vaya, primera vez que Don Rafael contrata a una mujer para este tipo de trabajo —comentó, y aunque intenté descifrar su tono, había algo que me hizo sentir una punzada de incomodidad. ¿Era sorpresa? ¿Incredulidad?

En ese instante, una inseguridad helada me recorrió el cuerpo. Su observación, aunque quizás sin mala intención, resonó con la desagradable experiencia que había tenido con Leonardo. De repente, la amabilidad de Mateo parecía un oasis en medio de un desierto de dudas. Me di cuenta, con una claridad escalofriante, que en este lugar, rodeada de hombres, mi valía no solo se mediría por mi trabajo, sino también, y quizás principalmente, por el simple hecho de ser mujer.

Escuché la voz burlona de Leonardo acercándose, justo cuando el otro mecánico había terminado su comentario.

—Vaya, parece que mi padre está bajando los estándares. Ahora acepta mujeres para este tipo de trabajo.

Sentí sus palabras como un golpe directo. Mi rostro, que hasta hace poco se había relajado un poco gracias a la inesperada amabilidad del hermano de este cretino, se tensó al instante. Mis ojos se clavaron en él, desafiándolo silenciosamente a seguir con su desprecio.

El otro mecánico se quedó callado, observándonos con una incomodidad palpable. La atmósfera en el taller, que había empezado con cierta neutralidad, se cargó de una tensión eléctrica.

No iba a dejarme intimidar por su presencia ni por su tono condescendiente. Enderecé la espalda y me crucé de brazos, sintiendo una determinación férrea que contrastaba con su burla superficial.

—¿Estándares? —repliqué con voz firme, controlando la rabia que comenzaba a hervir en mi interior—. Los únicos estándares que importan aquí son la eficiencia y la calidad del trabajo. Y le aseguro, señor Santini, que en eso no le voy a quedar debiendo a nadie, sea hombre o mujer. Quizás usted debería preocuparse por demostrar sus propios estándares, en lo que sea que haga.

Entrecerró los ojos, visiblemente sorprendido por mi respuesta directa. Seguramente esperaba una mujer tímida o insegura, pero se topó con una pared de firmeza inesperada.

—¿Ah, sí? —respondió con una sonrisa sarcástica que no llegaba a sus ojos—. ¿Y cree que una mujer delicada como usted puede realmente enfrentarse al trabajo pesado de este taller? ¿Levantar motores, trabajar con herramientas pesadas, ensuciarse las manos?

—Mis manos —dije, mostrándole mis palmas ligeramente engrasadas, pero firmes— no le temen al trabajo duro. Y mi capacidad no se mide por mi género, sino por mi conocimiento y mi habilidad. Quizás usted debería dejar de lado sus prejuicios y observar quién realmente hace el trabajo aquí.

El otro mecánico tosió, incómodo. Leonardo, por su parte, parecía divertido y a la vez ligeramente desconcertado por mi actitud.

—Ya veremos cuánto dura su… determinación, señorita Fierro —dijo, con un tono que insinuaba un desafío velado—. Este no es un juego de damas.

—Y para jugar se necesitan dos, señor Santini —respondí, sosteniendo su mirada sin vacilar—. Y yo no tengo miedo de jugar.

La tensión en el taller se hizo aún más densa. El olor a aceite y metal parecía intensificarse bajo el peso de nuestras palabras. Sentí la mirada del otro mecánico, consciente de que había presenciado el inicio de una batalla que seguramente definiría mi tiempo en este lugar.

Leonardo se marchó, finalmente, con una sonrisa burlona dibujada en su rostro. Sentí la rabia subir por mi garganta, ardiendo en mi pecho como un fuego descontrolado. Era una furia que me enardecía, una mezcla de impotencia y frustración que luchaba por no desbordarse.

Apreté los puños con tanta fuerza que mis uñas dejaron marcas en mis palmas. Respiré hondo varias veces, intentando controlar el temblor que recorría mi cuerpo. No permitiría que ese engreído me viera flaquear, no aquí, no ahora.

El otro mecánico, cuyo nombre aún no sabía, carraspeó suavemente, rompiendo el silencio tenso.

—No le haga caso, señorita… Catalina, ¿verdad? Ese muchacho es así, creído y malcriado. Pero Don Rafael es diferente, él sí sabe reconocer el buen trabajo.

Sus palabras, aunque dichas con buena intención, no lograron apaciguar la tormenta que se desataba en mi interior. Era más que la simple burla; era él constante recordatorio de que, en este mundo, tenía que luchar doble para ser tomada en serio.

—Gracias —respondí, mi voz aún tensa—. Pero no necesito que nadie hable por mí. Demostraré con mi trabajo, quién soy y de qué soy capaz.

Me giré bruscamente, volviendo a la camioneta de Don Rafael. Necesitaba concentrarme en algo tangible, en el olor familiar, a grasa y metal, en el desafío mecánico que tenía delante. Cada ajuste, cada tuerca apretada, era una forma de canalizar mi frustración, de transformar la rabia en acción. No iba a dejar que las palabras de un niño rico me desviaran de mi objetivo. Tenía un trabajo que hacer, una familia que mantener y una reputación que defender. Y lo haría, a pesar de quien fuera y de lo que pensara.

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