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Yo soy como un Ferrari
Yo soy como un Ferrari
Por: yulicame
Capítulo 1 El Ferrari Rojo y la Indiferencia Forzada

— ¡Ay, mi Catica! Otra vez con esas manos llenas de grasa. ¿No puedes dejar esos carros un momentito y venir a comer decentemente?

— Mami, ya casi termino con el carburador del carro de Don Ramón. Está fallando más que un corazón roto. Y tú sabes que él depende de ese carro para llevar las verduras al mercado.

— Déjala, Elena. Esa muchacha tiene el don. Desde chiquita se entendía mejor con los aparatos que con las muñecas. ¿Te acuerdas cuando desarmó el tocadiscos para ver cómo cantaba la música?

— ¡Y lo volví a armar, papá! Aprendí cómo funcionaba. Es como un cuerpo humano, solo que con piezas de metal.

— Sí, hija, pero un cuerpo humano necesita cariño y descanso. Tú trabajas demasiado. ¿Cuándo vas a pensar en ti? ¿Encontrar un buen muchacho?

— Mami, ya empezamos con eso. Los muchachos son más complicados que un motor de seis cilindros. Prefiero la compañía de mis herramientas. Ellas sí me entienden.

— Ella tiene su carácter, Elena. Siempre lo ha tenido. Recuerda cuando se empeñó en aprender a andar en bicicleta sin rueditas a la primera. Se cayó mil veces, pero no se rindió hasta que lo logró. Así es Cata para todo.

Era una bestia mecánica, un símbolo de poder y lujo que parecía haber llegado allí por error, desentonando con el ambiente desaliñado del barrio.

El rugido profundo irrumpió en la atmósfera saturada de aceite y rock and roll del taller "Fierro Motors" como un trueno en cielo despejado. No era el sonido familiar de los motores destartalados que Cata solía reparar, sino una sinfonía potente y elegante que hacía vibrar el suelo. Un brillo rojo intenso comenzó a filtrarse a través de la polvorienta ventana, capturando la atención de Cata, quien hasta ese momento estaba absorta ajustando la bujía de una vieja camioneta.

Era una bestia mecánica, un símbolo de poder y lujo que parecía haber llegado allí por error, desentonando con el ambiente desaliñado del barrio.

La puerta del conductor se abrió con un suave clic electrónico, elevándose ligeramente como un ala. Del interior emergió una figura vestida con impecable elegancia informal: pantalones de lino oscuros, una camisa de seda color carbón desabrochada en el cuello y gafas de sol oscuras que ocultaban sus ojos.

El hombre apoyado en la puerta del Ferrari sonrió, una expresión que suavizó ligeramente sus rasgos severos sin llegar a disipar el aura de control que lo rodeaba.

—Hola —dijo, su voz grave y melodiosa, con un ligero acento que Cata no pudo identificar de inmediato—. Mi nombre es Leonardo Santini. Estoy buscando al mecánico de apellido Fierro.

En ese momento, Catalina, con las manos aún engrasadas y una llave inglesa colgando de su bolsillo, emergió completamente de debajo de la vieja camioneta, enderezándose con una agilidad sorprendente. Su rostro, aunque con algunas manchas de aceite, mostraba una expresión de firmeza y determinación.

—¿Quién lo busca? —respondió Catalina, su voz directa y sin rodeos, mientras se limpiaba las manos con un trapo.

Leonardo Santini la observó de arriba abajo, desde su overol manchado hasta su cabello oscuro recogido en una coleta improvisada. Su sonrisa se desvaneció por completo, reemplazada por una mirada de sorpresa mezclada con un evidente desdén.

—Pensé que era un hombre —dijo Leonardo, dejando escapar sus palabras con una incredulidad apenas disimulada—. No me imaginé que debajo de… una camioneta estaría una mujer.

Catalina se cruzó de brazos, su mirada endureciéndose.

—¿Qué tiene de malo que una mujer sea mecánica, señor Santini? —replicó con dureza, su tono desafiante—. ¿Tiene algún problema con que una mujer sea la mecánica de este taller, el taller Fierro? Porque si es así, puede darse la vuelta y buscar a ese "hombre" mecánico en otro lugar. Aquí la que entiende de motores soy yo.

—Entiendo su… reserva, señorita Fierro —respondió con una calma que contrastaba con la tensión palpable en el aire del taller—. Sin embargo, creo que lo que tengo que proponerle podría ser de su interés. No suelo equivocarme en estas cosas.

A pesar del revuelo interno que Leonardo Santini había provocado con su mera presencia —un hombre tan pulcro y de porte distinguido, desentonaba por completo con el ambiente grasiento y desordenado de su taller—, Catalina se esforzó por mantener una fachada de indiferencia. Su corazón, sin embargo, latía un ritmo ligeramente acelerado, como un motor recién encendido. Intentó que su voz sonara tan áspera y desinteresada como siempre.

En ese instante, Leonardo acortó la distancia entre ellos. Cada paso que daba hacia ella parecía cargar el aire con una electricidad sutil. Catalina sintió un vuelco en el estómago, una sensación extraña y desconocida que la desestabilizaba. Sus emociones, generalmente tan firmes y controladas, comenzaban a agitarse como aceite en un motor recalentado. Aquel hombre, con un cuerpo tan…... corpulento, sus brazos se veían fuertes bajo la tela fina de su camisa, evidenciando una disciplina física que contrastaba con la pulcritud de su vestimenta. Catalina tragó saliva, intentando mantener la compostura mientras él se detenía a pocos pasos de ella, invadiendo su espacio personal de una manera que la ponía inexplicablemente nerviosa.

—¿Qué tipo de negocio quiere usted conmigo? —dijo Catalina.

—Negocios, señorita Fierro —respondió Leonardo, deteniéndose donde ella lo había obligado, aunque sus ojos no la abandonaban—. Un tipo de negocio que, estoy seguro, despertará su interés profesional… y quizás, algo más.

Catalina se giró hacia la vieja camioneta, fingiendo examinar un detalle del motor con una concentración que no sentía. La proximidad de Santini la había descolocado más de lo que quería admitir. Necesitaba espacio para ordenar sus pensamientos, para que el latido acelerado de su corazón volviera a un ritmo normal.

—No estoy interesada en ningún negocio, señor —dijo, su voz intentando sonar casual mientras alcanzaba una herramienta—. Estoy bastante ocupada con mis clientes habituales.

—Vaya, qué mujer tan obstinada —murmuró Leonardo, su tono ahora teñido de un ligero fastidio, aunque una sombra de algo más, quizás sorpresa o incluso viendo un desafío, brilló en sus ojos oscuros—. No me creía del todo lo que me dijeron de ti. Pensé que exageraban tú… peculiar carácter.

—Si no le agrada mi personalidad, puede irse por donde vino —replicó Catalina sin siquiera dignarse a mirarlo. Su atención seguía aparentemente centrada en el motor de la camioneta.

Leonardo observó la espalda tensa de Catalina, la forma en que sus manos se aferraban con fuerza a la herramienta. Percibió la muralla de desconfianza y testarudez que ella erigía a su alrededor. Un suspiro apenas audible escapó de sus labios.

—Bien —dijo, su tono ahora más frío y distante—. Vine hasta aquí ofreciéndole un negocio que podría haberle cambiado la vida, señorita Fierro. Algo que habría llevado su talento a un nivel completamente nuevo, con beneficios que quizás nunca imaginó. Pero veo que con una mujer como usted… la comunicación resulta… compleja.

Se giró sobre sus talones con una elegancia desdeñosa, caminando de vuelta hacia su reluciente Ferrari. Abrió la puerta con un movimiento fluido y se deslizó en el interior. El motor rugió a la vida, llenando el taller con su potente sonido una última vez.

Sin dirigirle una última mirada, Leonardo Santini sacó el deportivo rojo del taller con una maniobra experta, desapareciendo  tan rápido como había llegado.

En el momento en que el rugido del Ferrari se desvanecía en la distancia, la figura de Mamá Elena apareció tímidamente en el umbral del taller. Había estado observando la escena desde la puerta de la casa, con el ceño fruncido y una mezcla de curiosidad y preocupación en sus ojos.

—Hija, ¿qué ha pasado? —preguntó con voz suave, acercándose lentamente a Catalina, quien seguía de espaldas, con la herramienta inmóvil en sus manos. —¿Quién era ese hombre? Y… ¿Por qué se fue tan molesto?

—No te preocupes, mamá —respondió Catalina, girándose finalmente hacia su madre, aunque su mirada aún reflejaba una mezcla de sorpresa y ligera irritación—. Es solo un ricachón engreído. De esos que creen que porque tienen dinero, nosotros, los pobres, debemos rendirles honores. Un creído nada más. No le prestes atención.

—Bueno, vamos a la casa para que comas algo, hija —dijo su madre, con una mirada de cariño y preocupación hacia Catalina.

—Sí, voy contigo —respondió Cata, dejando la herramienta sobre la mesa con un suspiro. Aunque intentaba restarle importancia al encuentro con Santini, una punzada de curiosidad persistía en su interior. ¿Qué tipo de negocio tan importante podría haberle ofrecido ese hombre? Y, a pesar de su arrogancia, ¿por qué su presencia la había afectado de una manera tan extraña? Sacudió la cabeza, tratando de alejar esos pensamientos mientras seguía a su madre hacia la calidez y el aroma familiar de su hogar.

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