Don Rafael, por primera vez en muchos años, sintió el frío de la derrota. Cerró los ojos, intentando contener el dolor. No quería que nadie lo viera débil. Había perdido a su hijo. Leonardo, su hijo, el que siempre había sido tan problemático y a la vez tan parecido a él, se había ido. En su mente, Don Rafael ya había aceptado que Leonardo estaba muerto.
Justo en ese momento, se escuchó un ruido suave en la puerta. Don Rafael no le dio importancia. Seguramente era Catalina, quien en esos días se había convertido en un apoyo inesperado, trayéndolo té o simplemente sentándose en silencio con él.
La puerta se abrió despacio. Un hilo de luz del pasillo entró en la oficina oscura. Don Rafael ni se movió.
—Padre…
La voz. Era débil, ronca, pero inconfundible. Don Rafael abrió los ojos de golpe. Su corazón se detuvo. Miró hacia la puerta, dudando de lo que oía.
Allí, de pie en el umbral, apoyado en el marco de la puerta, estaba Leonardo Vivo.
Don Rafael se levantó de golpe de su silla, tan rá