Al día siguiente, en la imponente mansión de los Santini, el desayuno se servía en un comedor bañado por la luz matinal que se filtraba a través de los ventanales con vistas a los jardines impecablemente cuidados. El aroma a café recién hecho y a frutas frescas llenaba el aire mientras Leonardo, vestido con una bata de seda oscura, tomaba asiento frente a su padre, Don Rafael Santini, un hombre de porte autoritario y mirada penetrante, a pesar de sus canas.
Don Rafael dejó la taza de café sobre el plato con un suave tintineo, sus ojos fijos en su hijo.
—Leonardo —comenzó, su voz grave y directa, sin rodeos—, ¿qué pasó con la chica mecánica que debería haber venido? Tenías plena confianza en tus contactos. ¿Por qué no está aquí? El tiempo apremia con este encargo.
Leonardo dejó la tostada a medio comer en su plato, su expresión aún marcada por la frustración del encuentro del día anterior.
—No quiero hablar de esa creída, papá —respondió, su tono denotando una molestia palpable
—.¿Qué creída? ¡Yo lo que quiero es que venga a trabajar! A los empleados no te tienen que caer bien. Bien sabes que esa chica está bien recomendada. Todos los informes la señalan como la mejor en lo que hace en toda la ciudad.
—Pero tiene un carácter… ¡Un carácter infernal! Parece que el dinero no le interesa en absoluto, y mucho menos la cortesía.
—Explícate de lo que se trata, Leonardo —insistió Don Rafael, su voz ahora con un tono de reprimenda. La actitud de su hijo, dejando que una cuestión de orgullo personal interfiriera con un asunto de negocios importante, le resultaba inaceptable—. No me importa si la muchacha tiene el carácter de un demonio con llaves inglesas. Necesitamos su habilidad, y la necesitamos ahora. ¿Qué fue exactamente lo que pasó ayer? No me digas solo que es una "creída". Dame detalles.
Leonardo suspiró, pasando una mano por su cabello perfectamente peinado. Sabía que su padre no toleraría excusas vagas.
—Anoche fui a su taller —comenzó, con un tono de fastidio aún presente en su voz—. Llegué en el Ferrari, como me sugirieron mis contactos, para… digamos, causar una buena impresión. Pero ella… apenas se inmutó. Me habló con una indiferencia… ¡Como si yo fuera un vendedor ambulante! Le ofrecí el trabajo, le insinué que la paga sería excelente, que el proyecto era único… y ella actuó como si estuviera más interesada en la mugre de su taller. Incluso cuando me marché, molesto por su actitud, apenas levantó la vista de un motor viejo. Dijo algo sobre que no le interesaban los ricachones creídos. ¡A mí!
Don Rafael exhaló un suspiro lento y profundo, un gesto que denotaba una paciencia forzada, fruto de años lidiando con la personalidad de su hijo. Leonardo, a pesar de su inteligencia y astucia en los negocios, a menudo dejaba que su ego y su sentido de superioridad nublaran su juicio.
—Leonardo —dijo finalmente su padre, con un tono más suave, pero igualmente firme—, olvídate de tu orgullo por un momento. No se trata de quién es más rico o más importante. Se trata de conseguir el trabajo hecho. Necesitamos esa modificación en los vehículos, y la información que nos dieron es clara: Catalina Fierro es la mejor. Su carácter… bueno, si es tan indomable como dices, quizás sea precisamente lo que necesitamos para este encargo. No queremos a alguien que haga preguntas, sino a alguien que haga el trabajo, y bien.
—Padre, no soporto ver a esa mujer en nuestra mansión. ¿De verdad tiene que ser ella? —dijo Leonardo.
—Leonardo —replicó Don Rafael, su tono ahora con una firmeza innegable, marcando el final de la discusión—, no se trata de lo que soportas o no. Se trata de lo que es necesario. Y en este momento, Catalina Fierro es necesaria. Su talento es la llave para asegurar este… proyecto. Así que, sí, tiene que ser ella. Deja a un lado tus prejuicios y tu orgullo. Encuentra la manera de convencerla. Utiliza tu labia, tu ingenio… lo que sea necesario. Pero tráela aquí hoy. ¿Entendido?
Leonardo asintió con la mandíbula tensa, su frustración aún palpable a pesar de su aparente acatamiento.
—Sí, padre —respondió, con un tono que denotaba más resignación que entusiasmo—. Será como quieres. Encontraré la manera de traer a esa… mujer a la mansión. Pero no me hago responsable de mi comportamiento si su "peculiar carácter" comienza a irritarme.
—. Todavía tienes mucho que aprender, Leonardo. A veces, el talento viene envuelto en un papel de lija. Lo importante es reconocer el valor que hay debajo.
Dicho esto, Don Rafael se levantó de la mesa con una elegancia pausada, dejando a Leonardo solo con sus pensamientos y su creciente fastidio ante la perspectiva de tener que lidiar con la indomable mecánica. El aroma a café y la tranquilidad matutina contrastaban con la tormenta de orgullo y resentimiento que comenzaba a agitarse en el interior del joven Santini.
Así que, con una determinación renovada, aunque teñida de un dejo de irritación mal disimulada, Leonardo volvió a conducir su Ferrari por las calles de la ciudad en dirección al modesto taller de Catalina. Al llegar a "Fierro Motors", el panorama era el mismo, aunque bañado por una luz más brillante. Catalina estaba allí, tal como la recordaba: enfundada en su braga de mecánica, manchada de grasa, la gorra ladeada sobre su cabeza mientras se inclinaba sobre el motor de otro vehículo, sus manos ágiles, moviéndose con una familiaridad sorprendente entre las piezas.
—Vaya, el mismo de ayer —comentó Catalina, enderezándose lentamente y limpiándose las manos con un trapo grasiento. Una sonrisa pequeña, pero claramente triunfal, curvó sus labios al ver el reluciente Ferrari detenerse nuevamente frente a su taller. Esa sonrisa, que parecía decir "sabía que volverías", irritó profundamente a Leonardo, quien ya llegaba con los nervios de punta por tener que rebajarse a buscarla de nuevo.
—Buenos días —respondió Leonardo, esforzándose por mantener un tono cortés, aunque su superioridad inherente seguía filtrándose en su voz.
Catalina lo miró fijamente, sin la más mínima intención de devolver el saludo.
—¿Y bien? ¿A qué debo el honor de su segunda visita? —preguntó, apoyándose en la puerta del coche que estaba reparando, con una mezcla de curiosidad y desafío en sus ojos oscuros—. ¿Acaso su elegante Ferrari necesitaba una puesta a punto que ni todos sus mecánicos pudieron lograr?
Leonardo exhaló un suspiro, tratando de controlar su creciente frustración ante la actitud de Catalina. Tenía que tragarse su orgullo por el bien del negocio de su padre.
—Mira, señorita Fierro —comenzó, intentando un tono más conciliador, aunque la tensión en su mandíbula era evidente—. Sé que comenzamos mal ayer. Quizás mi… aproximación no fue la más adecuada.
Una sonrisa burlona se extendió por el rostro de Catalina, sus ojos brillando con una mezcla de astucia y satisfacción.
—Vaya —dijo, saboreando cada palabra—. Ahora me gusta más tu actitud. ¿Qué te dijo tu papito? ¿Qué me necesita? Seguro que te dijo que cambiara tu forma de hablar, así que no te quedó de otra que venir nuevamente. ¿Me equivoco?
La paciencia de Leonardo se agotó ante la burla directa y la insinuación sobre su padre. Su rostro se ensombreció y dio un paso amenazante hacia Catalina, invadiendo su espacio personal una vez más.
—¿Qué te crees? —su voz ahora cargada de una ira apenas contenida—. Dime, ¿qué te crees que eres? ¿Mejor que yo? ¿Solo porque trabajas en este cuchitril y hueles a grasa? No te equivoques, mujercita. Estás hablando con alguien que podría comprar este taller y todo lo que hay dentro diez veces sin pestañear. Así que ten cuidado con tu tono.
La reacción de Catalina fue inmediata. La amenaza de Leonardo y su tono despectivo encendieron su propia furia. Con un movimiento rápido y decidido, lo empujó hacia atrás, apartándolo de su espacio.
—¡No se me acerque! ¿Oíste? —Con su voz ahora cargada de una rabia fría y peligrosa—. ¡Aléjese de mí! Es más, ¡vete de mi taller ahora mismo! No necesito su dinero ni su condescendencia. Lárguese.