Mundo ficciónIniciar sesiónEl portazo de Ramiro había sido un acto de autoprotección, un sello brutal contra el mundo de la obligación y el juicio. Dejó a Emilia en el caos de su sala y se arrastró a la ducha, despojándose de la ropa maloliente y desarreglada. El dolor punzante en el hombro inmovilizado era, en ese momento, una molestia lejana; la herida más profunda era el orgullo hecho añicos.
Se metió bajo el grifo y abrió el agua al máximo. La calidez envolvente del chorro, inicialmente buscada para desentumecer el cuerpo maltrecho, pronto se sintió como una segunda piel. Apoyó las palmas de las manos en las baldosas mojadas de la pared, la cabeza gacha bajo la cascada. El vapor espeso y asfixiante creaba una cápsula de soledad. No había arrepentimiento en él; solo una necesidad primordial de reemplazar la furia impotente con algo más tangible, más visceral, más propio.
Mientras el agua lamía sus antebrazos, sus ojos, medio cerrados, se fijaron en la pequeña mancha de carmín rojo intenso cerca de su muñeca. Era la firma silenciosa de la noche anterior, el rastro de la única decisión que había tomado libremente.
La visión del rojo intenso actuó como un detonante inmediato. El dolor físico se disipó por completo, y el calor del agua se hizo eco de una fiebre que ascendía desde sus entrañas hasta su mente.
El recuerdo vino a él con la nitidez cruda de un flash fotográfico: Vesper.
Se quedó paralizado un segundo. Era un nombre de fantasía, el de una completa desconocida, y aun así, era asombroso que esas sílabas hubieran sobrevivido la niebla tóxica de tanto alcohol. Era una prueba de fuego de la intensidad de lo que había ocurrido.
Dejó de pensar en su drama, en los patrocinadores, y en la voz cortante de Emilia. Solo vio el reservado oscuro del club y la figura de la bailarina, envuelta en ese aura de misterio y pecado que él había pagado por profanar.
Recordó cómo ella se balanceaba, sus caderas lentas y felinas, como si la música solo existiera para coreografiar la entrega de su cuerpo.
Su mente se saturó con la imagen de sus senos, turgentes y perfectos, meciéndose ligeramente con cada paso. El abdomen plano y tenso. Y luego, el descenso de su mirada, lento, hambriento...
La respiración de Ramiro se hizo superficial y rápida.
Sus ojos se cerraron. Recordó su propia cabeza bajando, directo a sus pliegues más secretos, completamente rasurados, que le ofrecieron un espectáculo prohibido, vibrante y excitante.
El recuerdo de esos pliegues rosados e hinchados después de haberlos besado, lamido y succionado su clítoris fue un dardo directo a su erección. El placer que había sentido al verla temblar y gemir, al saber que él era el dueño absoluto y temporal de su cuerpo, fue la única victoria que su hombro roto le había permitido reclamar.
Ramiro gimió, no de dolor, sino de un deseo voraz que lo desgarraba por dentro. Su miembro, ahora duro y palpitante bajo el chorro de agua, se irguió como un estandarte de su voluntad.
Apoyó la frente en el mármol frío, el contraste solo avivando la excitación. Se había entregado a ella para huir de su destino, y ahora, el recuerdo era una droga a la que no podía renunciar.
El sabor de sus jugos, esa dulzura salada de su humedad llenaba su memoria, impulsando su mente a una excitación grande y desesperada. La sensación de su boca sobre su piel le había devuelto un control que la vida le había arrebatado.
Abrió los ojos. La desesperación había sido reemplazada por una necesidad primitiva. Despegó la mano de la pared y la bajó hasta su propia erección.
El agua caliente y el vapor, la soledad y la humillación, todo se canalizó en el acto. Se movió con urgencia, las embestidas de su mano eran rápidas y desesperadas, buscando replicar la intensidad de la noche.
La sensación era eléctrica. El pulso martilleaba en sus sienes, el mismo ritmo frenético que solía sentir en el punto decisivo de un partido. Ahora, ese poder se concentraba en su mano y en la tensión insoportable que se acumulaba en su bajo vientre. Cada fricción de su piel con su propia mano, mojada por el agua caliente, evocaba una textura, un pliegue, un gemido de Vesper.
—Vesper —gruñó, el nombre apenas audible sobre el ruido del agua.
—¡Vesper! —repitió en voz alta.
—¿Quién eres, Vesper? —preguntó, sus palabras íntimas y urgentes, dirigidas al eco de la ducha como si ella pudiera escucharlas. El vapor se hizo más espeso, enroscándose en su aliento.
La necesidad de liberar esa energía era física, un temblor violento que le recorría las piernas. Sentía la garganta seca, la respiración entrecortada y un calor denso concentrándose en su ingle.
—¿Eres un fantasma? ¿Mi fantasma?
Ya no era solo placer; era una furia canalizada, una demostración de que, aunque su brazo estuviera roto, su voluntad y su deseo seguían siendo indomables. Estaba a punto de estallar, de purgar de su cuerpo la impotencia de la derrota.
La imagen de Vesper, completamente desnuda, deslizándose y girando en el tubo, aceleró su pulso hasta la taquicardia.
Ramiro aceleró aún más su mano, frotándose con una fuerza cruda y desesperada, a la velocidad vertiginosa de la danza que su memoria le ofrecía.
—Dame más, Vesper... —gruñó, la voz ronca.
—¡Así, Vesper! ¡Así!
El orgasmo lo golpeó con la fuerza de un rayo, una explosión violenta y liberadora que lo hizo doblarse, jadeando, apoyando ambas manos en la pared. Era un acto salvaje y absolutamente necesario. Por ese instante fugaz, no era el Ramiro Zúñiga fracasado. Era solo un hombre dominado por su lujuria.
La sacudida del clímax se disolvió en el rugido constante del agua. Ramiro permaneció un largo minuto, encorvado y jadeando contra el azulejo frío, sintiendo cómo la tensión abandonaba su cuerpo músculo por músculo. La adrenalina se disipó, dejando tras de sí un vacío momentáneo y el regreso de la realidad, pesada y húmeda.
Cerró la llave de la ducha. El silencio repentino fue casi ensordecedor, roto solo por el goteo persistente del grifo y su respiración superficial. El vapor comenzó a disiparse lentamente, revelando el mármol reluciente y, en el espejo empañado, la silueta borrosa de un hombre exhausto.
Ya no sentía el deseo voraz, solo una lucidez brutal. La necesidad de Vesper no había sido solo lujuria; había sido un acto de desesperación, una forma violenta de reafirmar que aún existía algo en su vida que él podía controlar, incluso si era solo el breve y temporal dominio sobre el cuerpo de una desconocida.
Salió de la ducha, tomando una toalla para secarse. Cada movimiento era lento, deliberado. El ritual de vestirse con su ropa de casa limpia —pantalón deportivo suave, una camiseta de algodón— era un intento de borrar la marca de la noche anterior. El olor a alcohol, humo y perfume se había ido. Solo quedaba el aroma neutro del jabón.
Se sirvió un vaso de agua en la cocina de alta gama, y el frío del cristal en su mano se sintió reparador. La imagen de Vesper seguía ahí, latente, pero ya no como una obsesión, sino como una pregunta. Una necesidad que superaba el mero deseo físico.
Sacó su teléfono, ignorando las docenas de mensajes. Su dedo se detuvo sobre un contacto: Marcos, el jefe de seguridad de su equipo. Marcos era discreto, eficiente y capaz de conseguir cualquier cosa.
Ramiro respiró hondo. Estaba a punto de marcar y darle la orden precisa: Marcos tenía que ir al club y averiguar todo sobre la mujer con la que había pasado la noche, la única que había logrado sacarlo de sí, cuando la puerta principal del ático se abrió de golpe sin previo aviso.
—Ah, estás aquí. —La voz de una mujer resonó en el silencio, sin ser un grito, sino un tono cargado de sutil reproche y falsa sorpresa—. ¿Se te ha olvidado que tienes una novia a quien atender, Ramiro? ¿O acaso ya no estoy en tu agenda?
Adriana, su novia, irrumpió en el salón. Era deslumbrante, con ese tipo de belleza pulida y costosa que no dejaba margen al error. Vestía un impecable traje en tono crudo que, incluso a esa hora del día, gritaba riqueza y propósito. Llevaba el cabello rubio perfectamente liso y la expresión de quien sabe que cada gesto suyo está siendo evaluado. Su postura, era la de una mujer interesada y materialista que jamás arriesgaría su estatus por una emoción genuina.
Al verla, Ramiro sintió una inmediata y amarga obstinación. Su presencia, con su perfección forzada, era un recordatorio de la prisión dorada en la que vivía.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Ramiro, su voz áspera y desprovista de cualquier afecto. El teléfono aún estaba en su mano, la pantalla iluminada con el nombre de Marcos.
—¡Me preguntas qué hago aquí! —Su voz, normalmente modulada para sonar elegante, se elevó en un tono de falsa indignación—. Llevo veinticuatro horas sin saber de ti. Ni llamadas, mensajes... ¡Nada!
Ella se acercó un paso, sus tacones resonando sobre el mármol, su figura esbelta contrastando con la ropa informal de Ramiro. La preocupación en su rostro era menos por él y más por el reflejo de su propia vida.
—Tu agente no para de llamarme. Mi madre está histérica con lo del patrocinio de Rolex. ¿Dónde estabas metido?
—Detente. —Ramiro la cortó con una palabra afilada, sintiendo un nudo de frustración en el pecho.
Adriana, sin embargo, sólo sabía quejarse. Prosiguió con su lamento, ahora bajando la voz a un susurro manipulador: —Solo estoy preocupada por nosotros. La gente murmura, Ramiro. Tienes que presentarte impecable. Necesitas a alguien a tu lado que demuestre que todo sigue bajo control, que somos una pareja fuerte.
Ella acortó la distancia final, acercándose a él con una fluidez practicada. Puso una mano fría sobre su nuca, y sus labios, de un rosa perfectamente delineado, se acercaron a su oreja: —Olvida la prensa un momento —susurró, con un aliento perfumado—. Olvídalo todo. Podemos ir a la cama, yo puedo hacerte olvidar esa estúpida caída...
Ramiro se sintió asqueado. La imagen cruda de Vesper se impuso sobre la artificialidad de Adriana. No la deseaba. No sabía qué hacía con ella ni cómo la había aguantado tanto tiempo. Era una parte necesaria de su vida pública, pero en ese momento, era una carga insoportable.
Se apartó de ella con un movimiento brusco.
—No. —La palabra fue un mandato, tan frío que heló el ambiente—. Apártate de mí.
La expresión de Adriana se congeló. La pose de seductora se rompió, dejando ver el enfado puro y la ambición herida. —¿Perdón? ¿Me estás rechazando?
Ramiro caminó hacia la ventana, dándole la espalda. Ella era la encarnación de la vida que se suponía que debía tener: hermosa, perfecta en el papel, una extensión de su estatus. Pero al verla, solo sentía el deseo de huir.
Dejó caer el teléfono en el cojín con un golpe sordo y se giró hacia Adriana, y la furia que había estado conteniendo desde la ducha, esa furia por su propia derrota, finalmente estalló.
—¡Cállate un jodido momento, Adriana! —Su voz, normalmente modulada y potente para los estadios, se quebró por la frustración y la rabia—. ¿Quieres que te diga por qué estoy así? ¿Quieres saber por qué no me importa tu puto agente ni tu estúpido contrato de Rolex?
Adriana se encogió, impactada por la explosión.
—¡No me hables así! —protestó ella, pero Ramiro ya estaba fuera de control.
—¡Estoy roto, Adriana! —gritó, señalando su hombro vendado con una desesperación brutal—. ¡ROTO! El doctor fue muy claro. No es solo una luxación. Es una lesión grave y una fractura por estrés. Estaré fuera un año. Mínimo.
El eco de sus palabras, "un año," resonó en el ático, más devastador que cualquier cristal roto.
Adriana se quedó rígida, sus ojos azules, antes llenos de indignación superficial, se abrieron de par en par. La noticia la golpeó con la fuerza de un tren de carga. No eran palabras de un novio de mal humor; eran la sentencia de muerte de su estilo de vida.
En su mente, el mundo de Adriana se desmoronó con una velocidad vertiginosa. El pánico la inundó, un miedo frío y paralizante que no tenía nada que ver con el dolor de Ramiro. Si Ramiro cae, ella cae con él.
La imagen de su futuro se hizo pedazos: no más viajes a Mónaco, no más galas de patrocinadores, adiós a los diamantes de Tiffany. ¿Un deportista fracasado, sin ingresos millonarios durante doce meses, relegado a los programas de análisis deportivo? No, esa no era la vida que ella había firmado.
Ramiro, al ver el terror genuino en su rostro, la miró con una mueca amarga y sabiendo:
—¿Qué pasa, Adriana? —su voz era ahora un susurro venenoso—. ¿Qué es lo que te preocupa de verdad? ¿Es que tu fama y tu dinero se van a la m****a si yo caigo?
Adriana se quedó inmóvil, su mente trabajando a mil por hora, su belleza congelada en un instante de cálculo puro. El silencio duró segundos que se sintieron como horas. Su cerebro, entrenado solo para la supervivencia social y económica, le dio una orden: disimula.
Ella parpadeó rápidamente, forzando una expresión de tristeza y reproche. Se acercó a él con lentitud teatral.
—¡Ramiro, no digas eso! —dijo, y se acercó a él, tomando su mano —. ¿Cómo puedes pensar eso de mí? ¡Me duele que dudes de mi amor! Estoy destrozada por tu lesión, por lo que te ha pasado. Te amo, Ramiro. Estaré aquí contigo, un año, el tiempo que sea necesario.
Por dentro, sin embargo, su mente ya estaba haciendo un inventario mental de posibles candidatos. Pensaba en los solteros de la última gala de Montecarlo, en el joven magnate tecnológico que había estado coqueteando con ella en Ibiza. Ramiro se hunde, sentenció su ambición
Ramiro la miró, la furia aplacada por una desolación abrumadora. No sabía si la actuación era buena o si simplemente estaba demasiado agotado para importarle. Dejó su mano inerte en el agarre de ella.
—Bien —dijo Ramiro, volviendo a tomar su teléfono—. Si vas a quedarte, mantente callada.







