Mundo ficciónIniciar sesiónDobló el cheque con precisión de cirujana y lo guardó bajo llave en un cajón metálico. La transacción estaba cerrada.
Se giró hacia el hombre. La fisioterapeuta estaba muerta y la bailarina estaba lista para el trabajo más sucio de su vida.
—El cheque está asegurado. Ahora... —Su voz era un susurro de seda y hielo. —Haré lo que me digas.
Ramiro sonrió, un destello oscuro y satisfecho. Se enderezó, la fuerza de la arrogancia venciendo temporalmente al alcohol. Era hora de cobrar.
—Quítate esa tanga.
Aura no dudó. Deslizó el hilo de tela diminuto que cubría su intimidad, dejándolo caer al suelo con un plop insignificante. Quedó completamente desnuda bajo la luz fría del camerino, su cuerpo de diosa expuesto sin adornos.
—Ahora... —Su voz era un susurro de seda y hielo. —¿Qué quiere?
Él la recorrió con la mirada, lenta y posesivamente, tomando posesión de su mercancía. Sus ojos se detuvieron en la plenitud de sus senos, duros y firmes por el frío. El color rosa de sus pezones erectos parecía llamarlo. Bajó a su cintura estrecha, la transición perfecta de su abdomen fuerte, tenso por el esfuerzo atlético del pole dance. Era músculo cincelado para la resistencia.
La mirada se hundió en su intimidad, depilada al ras, revelando la línea suave de sus labios íntimos que contrastaba con la palidez de su piel. Era piel inmaculada, sin barreras. Había una humedad brillante allí, un signo de vida que desmentía la frialdad de su expresión. A Ramiro le gustó horriblemente la combinación de fuerza y vulnerabilidad. Era sexualmente potente, más de lo que la máscara de terciopelo había prometido. Su cuerpo, en medio de esa desesperación, era un reclamo de deseo puro.
—Te ves tensa —murmuró él, sus dedos rozando la línea de su abdomen, justo donde se marcaba el músculo recto. Él no quería a la estatua; quería la rendición. —Relájate, o no funcionará.
—No me enseñe mi trabajo. Yo sé cómo hacerlo. Yo decido qué músculos relajar.
Su réplica, profesional y arrogante, golpeó a Ramiro con la fuerza de un smash. Él enarcó una ceja, la satisfacción alcohólica mezclada con una intriga recién descubierta. Su mirada viajó un instante a la silla plegable donde ella había dejado su ropa y vio la pequeña etiqueta bordada con el nombre de su alias.
—Ahora que estás viva —susurró, con un tono triunfante, usando el nombre por primera vez—. Dame lo que viniste a dar, Vesper.
Se levantó con un movimiento ágil, y tomó una de las botellas de whisky de la mesa, bebiendo directamente del cuello.
—Quiero verte bailar para mí. Así, desnuda. Vesper, vuelve a ese tubo. Haz tu trabajo.
La orden era más humillante que el sexo forzado. Él quería ser su único espectador.
Se dirigió al tubo de práctica que ella misma había hecho instalar en el camerino para ensayar sus acrobacias más difíciles.
Caminó con una gracia experta, cada paso era un estudio de movimiento y equilibrio. Ramiro sintió que la vista se le nublaba, no solo por el alcohol, sino por la intensidad. Se frotó los ojos con la palma de la mano, temiendo que la visión desapareciera. Observó el movimiento de sus nalgas duras y bien contorneadas, balanceándose con una precisión hipnótica, y sus muslos marcados moviéndose con la fuerza de una leona.
Ella se aferró al cromo pulido. La música de la sala principal ya no se oía; bailaría al ritmo de la rabia, al compás del latido desesperado de su corazón.
Comenzó a girar. El giro fue lento, melancólico. Era una coreografía de la derrota. Sus pechos se balanceaban con la inercia. Sus muslos firmes se abrían y cerraban con una lentitud electrizante.
Ella hizo el movimiento. Se deslizó por el tubo, deteniéndose justo frente a él, las rodillas flexionadas, el cuerpo expuesto. Luego, con una maniobra lenta y deliberada, se inclinó hacia atrás en una flexión imposible, abriendo sus piernas lentamente. La intimidad depilada y húmeda quedó completamente expuesta a su vista, un foco de calor en medio de la luz fría del camerino.
Ramiro suspiró con la boca abierta. La visión era demasiado para su control. Ella, dominando el tubo, el rostro de él bañado por la promesa prohibida.
Vesper terminó la pose y se giró sin levantarse. En un solo movimiento, le ofreció sus nalgas firmes y perfectas directamente frente a su rostro. Era una provocación cruda, un desafío final. Las curvas contorneadas de sus glúteos parecían pulsantes.
La visión de su cuerpo atlético y la entrega implícita excitó a Ramiro más allá de la borrachera. Su control se quebró. Se levantó del sofá como un resorte, la necesidad física superando su rabia.
—Ya basta de baile.
La arrojó suavemente sobre el sofá y se inclinó sobre ella. Esta vez, no fue sólo necesidad. Había una curiosidad oscura, una necesidad de dominarla y hacerla sentir.
Sus bocas se encontraron. La boca de Ramiro dejó su sello en la de ella, mezclando el sabor del licor con la frialdad de su alma. Él la besó con una intensidad que buscaba anular su resistencia, deslizando su lengua para explorar cada rincón.
—Eres demasiado divina , demasiado sexi, todos los hombres deben enloquecer al verte —murmuró contra sus labios, su aliento caliente y pesado. Sus ojos, aunque aún turbios, estaban fijos en el cuerpo que había comprado. —Eres una diosa hecha para que el mundo se pierda en tu piel.
Sus manos grandes y fuertes de atleta recorrieron cada curva, cada músculo que ella intentaba mantener tenso. Se deleitó en la firmeza de sus senos redondos, los pezones duros. Él succionó uno primero y el otro después con avidez, una mano sujetándola del cabello mientras la otra recorría su cuerpo, acariciando los muslos firmes y cincelados. Vesper intentó contener la respiración, intentó que solo la mente estuviera allí, pero la respuesta de su cuerpo era inevitable.
Se estaba humedeciendo, a pesar del asco. La destreza de las caricias de Ramiro, su concentración en el placer, era una traición biológica que ella no podía controlar. Cerró los ojos, resistiendo con todas sus fuerzas.
Ramiro se deslizó hacia abajo. Su boca abandonó su pecho y, deteniéndose apenas para admirar la piel inmaculada de su abdomen, llegó a su intimidad.
El contacto fue electrizante. La lengua de Ramiro la exploró con una precisión devastadora. Vesper no pudo contener el gemido. Era un sonido bajo, desesperado, que brotaba de lo más profundo de su garganta.
—Voy a mojar mi lengua en tu humedad, Vesper, quiero probar el sabor de la diosa que se esconde bajo esa máscara.
El asco se fusionó con la excitación brutal. Su intimidad, ya empapada y sensible, recibió el asalto experto. Él maniobró su clítoris con una destreza hambrienta, alternando presión y suavidad, llevándola hacia un pico que ardía y exigía más.
—Es incluso mejor de lo que imaginé, Vesper. Me encanta tu sabor. Es jodidamente divino. Te quiero toda para mí.
Ella gimió de nuevo, las piernas temblándole incontrolablemente. Él la tenía. Él la había comprado y su cuerpo obedecía. Él la estaba llevando al cielo, al olvido, a las nubes, aunque su mente gritaba que se detuviera. Ella arqueó la espalda, su cuerpo se combó bajo la intensidad de la sensación que él le daba con su boca.
Justo cuando estaba a punto de rendirse al clímax, Ramiro se detuvo.
Se levantó abruptamente. El aire frío del camerino chocó contra su piel, pero no logró cortar la excitación, solo la intensificó; quedó temblando, el cuerpo aún vibrando por la intensidad del placer.
—Suficiente.
Su voz era tensa, ronca. La había llevado al borde para demostrarle que el control era suyo. La miró, jadeando, con una mezcla de triunfo y auto-odio. Ella estaba rota, excitada y humillada.
Con un tirón brusco y desesperado, desabrochó su pantalón y liberó la erección febril que ya no aguantaba la presión de la tela.
Él no esperó más. Ramiro penetró en ella con una estocada decisiva. La llenó con una urgencia brutal, liberando su frustración en la carne de ella. Y ella, ya sin defensas, se movía bajo él, sus caderas en perfecta sincronía, cumpliendo su parte del trato. El trabajo de la noche había comenzado, y la noche era muy, muy larga.
El vaivén era salvaje, desesperado. Ramiro, aferrado a su cuerpo como un náufrago a un tablón, soltó un gruñido gutural que no era de placer, sino de liberación total. Con una estocada final, tembló violentamente, alcanzando su clímax.
Cayó pesadamente sobre Aura, sus músculos exhaustos y flojos. Su cuerpo estaba sudoroso y caliente. Su respiración era agitada, sonora, el sonido de un animal que acaba de escapar de la muerte. Se quedó allí, inerte, su rostro enterrado en el hombro de ella. Vacío. Roto.
Aura permaneció inmóvil bajo su peso, sintiendo el pegajoso residuo de la transacción. El trabajo había terminado, por ahora. Solo quedaba esperar a que el sol saliera y el cheque valiera.
Mientras Ramiro recuperaba el aliento sobre ella, su conciencia, ligeramente atenuada por el shock y el alcohol, se deslizó hacia la razón de su caída.







