Mundo ficciónIniciar sesiónCerró la puerta con un golpe seco que ahogó la música y el clamor de la sala principal. El aire frío del aire acondicionado le picó el rostro sudado, un alivio helado después del calor del escenario. Vesper había terminado su turno.
Se desató el corsé escarlata con movimientos bruscos, casi violentos. La seda y el encaje cayeron al suelo con un susurro. Quedó de pie, bajo la luz cruda del camerino, con el cuerpo de una diosa: la piel de su espalda húmeda por el esfuerzo, y solo la diminuta tanga de hilo cubriendo lo esencial.
El frío hizo que sus pezones se erizaran y endurecieran. Levantó los brazos para desenredar el cabello de su cuello, dejando sus pechos redondos y firmes expuestos y al aire. La fatiga del tercer turno extra la tenía al límite. Lo único que importaba era la pila de billetes que sostenía en la mano. Los dólares, arrugados y aún cálidos, eran su única realidad.
Un golpe metálico hizo que se girara de golpe.
La puerta del camerino, que creyó haber asegurado, se abrió de par en par.
Aura reaccionó con la velocidad de una liebre. Su mano voló hacia la mesita de maquillaje y tomó la máscara de terciopelo negro. En un movimiento instintivo, se la colocó, cubriendo su identidad incluso antes de cubrir su desnudez. El giro fue tan repentino que sus senos se agitaron. El fajo de billetes se le escapó de los dedos y salió volando, las hojas verdes esparciéndose por el suelo como una bandada de pájaros.
Y en el umbral, recortado contra la luz rojiza del pasillo, estaba Ramiro Zuñiga.
Ramiro era aún más grande y masivo de cerca. Vestía una camisa de seda oscura arrugada y unos pantalones de vestir hechos a medida, que no podían ocultar la perfección escultórica de sus piernas de atleta. Pero lo que realmente impactaba no era su físico, sino el vacío en sus ojos.
Estaba completamente ebrio. Sus ojos verdes estaban inyectados en sangre, vagando sin foco. El cabello oscuro caía sobre su frente con descuido. Era el ídolo caído, el tenista más famoso y ganador del momento, reducido a un borracho frustrado y desorientado.
Aura sintió un escalofrío que no era por el aire acondicionado. Su mente, a pesar del pánico, lo reconoció inmediatamente. Ramiro Zúñiga. El titular de todos los noticieros deportivos.
Él la miró fijamente, con la respiración pesada, sin hacer ningún esfuerzo por disimular su mirada en su cuerpo semidesnudo.
Aura se llevó los brazos instintivamente a sus pechos.
—¡Salga de aquí! ¡Ahora! —siseó, su voz apenas un hilo, la adrenalina quemándole la garganta.
Ramiro no se movió. Sus ojos se fijaron en el suelo, en los billetes regados entre sus carísimos zapatos. Luego la miró a ella, su cuerpo expuesto, el color pálido de su piel, el contraste brutal entre la fragilidad de su desnudez y la fuerza que había mostrado en el tubo.
Una idea terrible, nacida del whisky y la desesperación, se encendió en su rostro. La amargura se transformó en una necesidad voraz.
—No te cubras —masculló Ramiro, dando un paso torpe hacia el interior. Su voz era áspera, profunda, el tono de alguien acostumbrado a que el mundo obedeciera. Señaló el dinero regado con un movimiento lento y pesado de su mano—. Seguro necesitas mucho más de lo que te tira esa chusma.
Ella se tensó, agarrando desesperadamente un batín de seda que colgaba de un gancho.
—Lárguese. Llamaré a seguridad.
Él sonrió, un gesto que no alcanzó sus ojos. Se apoyó contra el marco de la puerta, bloqueando su salida, y su mirada volvió a recorrerla, desde las rodillas hasta el cabello revuelto.
—Tengo dinero para gastar. Seguro buscas un número grande. Lo que sea.
Se irguió, sacando de su cartera un fajo de billetes aún más grueso que el de ella, y lo lanzó sobre una mesa con un ruido sordo.
— Dime el número. ¿Cuánto quieres? ¿Cien mil dólares?... ¿Más…?—La frase salió con una punzada de burla cruel—. Entrégate a mí. Pídeme lo que quieras. Pasa la noche conmigo.
Él la estaba comprando. No solo su cuerpo, sino su desesperación. La cifra era el precio de los ojos de Lía.
Aura sintió la boca seca. Doscientos mil dólares. Podría tener la cirugía mañana. Pero no a ese precio.
—Váyase al infierno —dijo ella, con una rabia fría que solo la máscara de la madre desesperada podía darle.
Ramiro ignoró la negativa. Dio otro paso, cerrando la distancia, y el fuerte olor a whisky la asaltó. En ese momento de cercanía forzada, Aura vio algo más allá de la borrachera. Vio el mismo vacío que ella sentía. Vio una furia impotente, el dolor de la humillación. ¿Qué hacía la estrella deportiva del momento, el rostro de las marcas millonarias, en un tugurio como El Oráculo? La respuesta estaba en sus ojos inyectados y en el temblor casi imperceptible de su mano. Algo terrible le había sucedido, algo que lo había arrojado a la autodestrucción.
Ramiro le tomó el rostro con una mano grande y tibia, obligándola a mirarlo. Su tacto era posesivo, no tierno.
—No me digas que no —murmuró, su aliento a licor rozándole la piel. —Solo quiero que me satisfagas por una noche. Una noche entera. Mañana serás historia. Te daré el doble del dinero que has tirado por el suelo.
La palabra mágica. El doble.
El corazón de Aura dio un vuelco. Podría tener el dinero en menos de veinticuatro horas. Lía vería. Lía jugaría. Lía sería normal.
Se sintió sucia, como si ya hubiera aceptado. El batín de seda le resbaló de los dedos. Ella cerró los ojos, viendo el rostro sonriente de su hija, viendo el mundo desaparecer tras la neblina de su córnea enferma. El asco hacia sí misma no era nada comparado con el amor.
Abrió los ojos. La rabia se había convertido en resignación absoluta.
—Doscientos mil —dijo Aura, obligando a su voz a sonar firme, profesional, como si estuviera negociando un contrato de fisioterapia.
No era la primera vez que él compraba algo, por supuesto. Había comprado coches, propiedades, ropa; pero nunca en su vida había hecho una proposición tan cruda, tan directamente transaccional a una persona. Nunca había necesitado humillarse hasta el punto de comprar el deseo. La acción era un acto reflejo de su mente rota: si no podía controlar su cuerpo y su carrera, al menos controlaría a alguien más. Y el precio no le importaba; solo la sumisión que venía con él.
Aura dio un paso hacia atrás, levantando la barbilla, sintiéndose invenciblemente vulnerable. Había vendido su cuerpo, pero no su voluntad.
—Doscientos mil dólares. La transferencia tiene que estar hecha antes de que comience mi trabajo. En ese momento, haré lo que me pidas.
Ramiro ni se inmutó. La mirada en sus ojos era fría, calculadora, a pesar de la ebriedad.
—No te preocupes por el dinero, a partir de este momento serás doscientos mil dólares más rica. Ahora... —se acercó y usó el dedo para levantar su barbilla. Susurró, con un poder magnético y oscuro: —Solo harás lo que yo te diga. Y lo harás hasta el amanecer.
Ramiro se quitó su costoso reloj de pulsera y lo tiró sin cuidado sobre la mesa. Luego, sacó de su cartera una chequera de cuero oscuro, firmada por el banco privado de su familia. Con la punta de un bolígrafo de oro, garabateó una firma temblorosa en la línea inferior de un cheque en blanco, sin rellenar la cifra.
—No tengo tiempo para escribir códigos y transferencias. Aquí está la garantía. Un cheque sin cifra. Pon lo que quieras. Ciento cincuenta mil... doscientos mil... hasta medio millón si crees que vales tanto.
Lanzó el cheque sobre la mesa, aterrizando cerca de la pila de billetes dispersos. Su mirada era de total indiferencia financiera. No le importaba el número; solo le importaba el control que el dinero le otorgaba en ese instante.
Aura miró el trozo de papel. El poder absoluto de la familia Zúñiga en una hoja. Era la vida de Lía. El asco que sintió por la forma en que lo había conseguido fue una náusea física.
Ella caminó con la dignidad que le quedaba, sin mirar a Ramiro, y recogió el cheque. Su mano rozó el frío de su firma. La cifra de los doscientos mil dólares se escribió sola en su mente, clara e inmutable.







