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El foco rojo y azul bañaba la tarima, haciendo que el cromo pulido del tubo pareciera una columna de fuego frío. Aura Vidal había desaparecido; solo quedaba Vesper, la diosa enmascarada del deseo.
Su uniforme era una declaración audaz: un corsé de encaje escarlata que apenas contenía la plenitud de sus senos redondos y firmes, y unas tiras de tela atrevidas que desaparecían en la curva de sus glúteos sensuales. Cada músculo en sus piernas, tonificado por años de trabajo como fisioterapeuta y un año de danza nocturna en El Oráculo, se tensaba y liberaba con una precisión devastadora. Era la antítesis de la sanadora que aplicaba compresas calientes de día. Era pura tentación, de noche.
La música tecno pulsaba a un ritmo tribal que exigía movimiento. Vesper se aferró al tubo, elevando su cuerpo en un giro perfecto. La gravedad la desafiaba, pero su fuerza la doblegaba.
Giro. Fuerte. Arriba.
El movimiento la elevó y, por un instante, el techo de El Oráculo desapareció, reemplazado por la imagen del Doctor Herrera.
"Es un milagro, Aura. Lía tendrá una oportunidad."
Vesper bajó lentamente por el tubo, deslizando su cuerpo como una serpiente. Su cadera dibujaba círculos lentos, un lenguaje de seducción que ella dominaba. Los hombres abajo la miraban con ojos hambrientos.
Deslizar. Lento. Seducir.
El recuerdo se estrelló: “El trasplante de córnea cuesta doscientos mil dólares." El número, gélido.
Ella se dejó caer en un split perfecto, extendiendo una pierna en el aire. La pose era de dominio absoluto, pero su mente gritaba pánico. Llevaba un año, desde el diagnóstico de la Distrofia Corneal de Lía, bailando, arrastrándose centavo a centavo. Pero este nuevo costo, esta nueva meta urgente, la obligaba a hacer horas extra, noches seguidas, sintiendo el agotamiento morderle los huesos.
Respirar. Sonreír (aunque la máscara lo oculte). Cobrar.
Se incorporó con un movimiento ágil y electrizante. El público rugió. Ella giró de nuevo, impulsándose con la pierna. Sus ojos color miel, lo único visible bajo el terciopelo de la máscara, estaban fríos, distantes. Mientras sus curvas perfectas y su cuerpo de diosa prometían fantasías, el alma de Aura Vidal estaba a miles de kilómetros, en una habitación infantil, cuidando una pequeña luz que se extinguía.
Ella se inclinó hacia un cliente que le extendía un billete. Su escote se acentuó, el aliento caliente del hombre la rozó. El asco era un nudo, pero el billete era la sangre que Lía necesitaba.
Vesper no era deseo. Vesper era sacrificio. Cada giro era una súplica. Cada caída sensual era una traición necesaria.
Sentado en la barra, a una distancia prudente del brillo del escenario, Ramiro Zúñiga estaba ebrio y roto. La rabia por el diagnóstico de su lesión, la humillación de su carrera interrumpida, lo habían llevado a la desesperación de esa cueva.
La presencia de Vesper fue un escalofrío que lo alcanzó antes que la vista. Él pudo verla; ella, en su trance, era ajena a su espectador.
Sus ojos, turbios por el whisky, se levantaron. La figura en el tubo parecía un espejismo carmesí y negro. No era una mujer; era un castigo. Su cuerpo era un arma cincelada, pero el misterio de la máscara la hacía inalcanzable, una fantasía proyectada.
Ramiro apretó el vaso. Se sentía acabado, como un motor fundido. Su lesión lo había convertido en un inútil. La bailarina, en cambio, era la definición misma del poder y el control físico.
La música subió. Vesper ejecutó un movimiento que la dejó suspendida a pocos metros de él, con la cabeza hacia abajo, mirándolo directamente.
Él sintió que el alcohol le nublaba la vista por un instante, pero no apartó los ojos de esa imagen que desafiaba a la gravedad. La luz roja acentuaba la tensión de su abdomen plano y los músculos de sus muslos.
Ramiro soltó la primera frase, un gruñido ahogado por el whisky, un reclamo a la oscuridad:
—¿Quién eres, fantasma?
Ella se deslizó hacia arriba, volviendo a la vertical. Se acercó al borde de la tarima, justo frente a su mesa, sin dejar de moverse. Sus ojos color miel perforaron la borrosidad de su ebriedad.
— Soy tu último deseo.
La frase fue un escalofrío. Ella giró y se alejó. Ramiro se quedó paralizado, sintiendo un extraño chispazo de reconocimiento que su mente, saturada de alcohol y dolor, no pudo identificar. Pero el daño ya estaba hecho. Había visto a Vesper, y la adicción había nacido. Ella era la única medicina que podía curar la amargura de su caída.
Ella se movía, y el mundo se detenía.
En la penumbra que abrazaba El Oráculo, los clientes de la barra se inclinaban hacia el escenario, hipnotizados por la danza. Sus ojos fijos seguían cada contracción, cada curva de su cuerpo. Uno tras otro, casi en trance, sacaban de sus bolsillos fajos de billetes arrugados que caían sobre el escenario como ofrendas. Para ellos, era la encarnación perfecta de la tentación; la realidad no existía.
Vesper recogió el fajo de billetes y desapareció por el telón lateral. De vuelta en el camerino, Aura se quitó la máscara y vio los dólares. Un paso más cerca de la vista de Lía. Un paso más lejos de sí misma.







