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Capítulo 6. El Eco de la Caída.

La luz se filtraba como dagas a través de las cortinas automatizadas del apartamento de soltero de Ramiro Zúñiga. Un ático que ocupaba la planta completa de la Torre Aurum, con vistas inigualables a la ciudad, lleno de mármol pulido y arte contemporáneo, que gritaba "tenista famoso mundialmente". Sin embargo, en ese momento, la ostentación del lugar no era más que un decorado irónico para el desastre personal.

Ramiro abrió los ojos. Un vórtice de confusión y náuseas lo absorbió de inmediato. El mundo daba vueltas, y un dolor de cabeza palpitante retumbaba con la fuerza de un smash fallido. Estaba tirado en el suelo, junto a un sofá de diseño que, por la noche, había servido como una cancha improvisada de lucha libre contra sí mismo.

No sabía cómo había llegado allí. La última imagen clara era la barra de un club privado y el sabor amargo de un vaso de whisky. Al intentar incorporarse, el brazo derecho —el mismo brazo que había ganado torneos— protestó con un dolor agudo y punzante que le hizo emitir un gemido ahogado.

—¡Maldita sea! —masculló, con palabras cargadas de furia y frustración—. ¡Maldita la hora!

El dolor actuó como un interruptor cruel, trayéndole de golpe la causa de su autodestrucción: las palabras del doctor.

No podrás jugar en un año, Ramiro. 

Un año. Un año fuera del circuito significaba el final de su racha, el adiós a la cima, el colapso de todo su mundo como tenista profesional. Su cuerpo, su herramienta, lo había traicionado.

Trató de levantarse con la ayuda del brazo izquierdo, pero se detuvo en seco. Unos golpes firmes y decididos en la puerta de caoba resonaron en el silencio del ático.

—¡Ramiro! ¡Abre ahora mismo! —la voz, inconfundible y autoritaria, pertenecía a su madre, Doña Emilia Zúñiga.

Ramiro cerró los ojos y apretó los dientes. La aparición de su madre solo podía empeorar las cosas. Ignoró el dolor, se apoyó contra la pared y, tambaleándose, cruzó el loft hasta la entrada.

Abrió la puerta sólo lo suficiente para que ella no entrara en estampida. Emilia impecablemente vestida y con un peinado que desafiaba la gravedad, lo escrutó de arriba abajo. Su rostro pasó de la preocupación tensa al horror helado ante el panorama: Ramiro desgreñado, con la camisa rota y el hedor a alcohol que emanaba de su ropa.

—¡Por Dios, Ramiro! ¿Qué demonios...? —Su voz se elevó en un tono agudo y de reproche público, a pesar de estar en privado—. ¡Mira este desastre! ¡Y mírate tú! ¿Es que has tocado fondo?

Emilia se abrió paso y contempló el salón con desaprobación mayúscula.

—No sé cómo puedes permitirte esta decadencia. ¿Y qué pasa con la recuperación? ¿Crees que la prensa no tiene ojos? ¿Qué pensará la gente si te ve en este estado? Es vergonzoso, Ramiro. ¡Tu nombre, nuestro nombre, no puede estar asociado a este tipo de... de desplome!

Ramiro se dejó caer sobre el sofá, la cabeza gacha, sintiendo que cada palabra de su madre era un martillazo más a su ya destrozado cráneo.

—¿No puedes parar, madre? ¿Ni siquiera por un minuto? —dijo con voz áspera.

—¿Parar? ¿Cómo quieres que pare? Llevo toda la mañana desviando llamadas de patrocinadores que están aterrorizados por el rumor de tu lesión. ¡Y mira cómo me lo pones de fácil! Tu carrera pende de un hilo, pero sólo se te ocurre echarte como un vagabundo ebrio en tu propio salón. ¡Es una irresponsabilidad que nos costará millones y el respeto social!

—¡Cállate!

El grito de Ramiro resonó, lleno de la rabia contenida. Emilia se detuvo en seco, impactada por la intensidad.

—Ya estoy atormentado, ¿entiendes? ¡Estoy destrozado! Acabo de perder lo único que le daba sentido a mi vida y, sí, me emborraché. ¿Qué querías que hiciera? ¿Quieres que me siente a analizar las pérdidas de tu portafolio de inversiones? Mi mundo ha terminado. Mi brazo no sirve, y en un año seré un recuerdo en los torneos. ¡Y tú solo piensas en el escándalo y la prensa!

—¡Y hago bien en pensar en ello! Porque si pierdes la imagen, pierdes los contratos, y si pierdes los contratos, la familia...

—¡La familia está bien ! ¡La familia eres tú y tu obsesión por la reputación! Nunca te ha importado mi felicidad. Solo te importa que el mundo vea al perfecto Ramiro Zúñiga, el campeón de tenis, tu trofeo personal. ¡Estoy harto de tu control!

—¡Yo he sacrificado mi vida para que llegues donde estás! He gestionado tu agenda, tus contratos, he alejado a todas esas... esas chicas que solo quieren tu dinero y tu apellido. ¿Y me lo pagas así? Con una borrachera y un desprecio. No voy a permitir que arruines mi esfuerzo por un capricho de autodestrucción. No vamos a ser el chisme de las revistas del corazón por tu debilidad.

Ramiro cerró los ojos, sintiendo un profundo hastío. No la odiaba, porque era su madre, pero en ese momento, la detestaba por su incapacidad para ver al hombre roto debajo de la fachada de campeón.

—Haz lo que quieras, mamá. Controla al abogado, controla la prensa, controla el maldito mundo si puedes. Pero a mí no me vas a controlar más. ¿Me oyes? Me voy a duchar, y luego voy a tomar mis propias decisiones, sin preguntarte qué diría la alta sociedad.

—El mundo del tenis no te va a esperar. Y yo no voy a quedarme de brazos cruzados viendo cómo te hundes por la palabra de un solo doctor.

Ramiro la miró con cansancio. —¿A qué te refieres ahora, madre?¿Acaso vas a comprarle la clínica entera para que me pongan un brazo nuevo?

—Me refiero a que debemos buscar otra opinión médica de inmediato. El  doctor Selig...podría estar equivocado.

—¡Basta Emilia! Sabes que él es una eminencia en lesiones deportivas. Él opera a medio circuito, mamá. Él vio las resonancias. Estoy acabado. 

Se dio la vuelta, el dolor de cabeza y el cuerpo maltrecho lo urgían a buscar el olvido temporal del agua caliente. Caminó hacia la suite principal.

—¡Cierra la puerta con llave al salir!

—Ramiro! ¡No me des la espalda cuando te estoy ofreciendo una solución! Tienes que entender la urgencia. No puedes permitirte...

Ella siguió a su hijo hasta la entrada de la habitación, sus reproches subiendo de volumen, pero se detuvo bruscamente. Ramiro entró en el baño y le puso fin a la discusión con un portazo seco y estruendoso que retumbó en el ático. El sonido no era de rabia, sino de la desesperación de quien intenta, inútilmente, sellar el ruido del mundo exterior.

Emilia se quedó sola en el salón desordenado, sintiendo cómo el control sobre su hijo, su "trofeo personal," se le escapaba.

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