Mundo ficciónIniciar sesión–Flashback–
La luz brillante de la oficina del médico era el opuesto cruel a la oscuridad del camerino. Ramiro Zuñiga estaba sentado, no en el sofá de un club nocturno, sino en una camilla fría, el hombro de su brazo dominante, el de la raqueta, dolorido y vendado.
El Doctor Selig, un especialista en lesiones deportivas con un prestigio mundial, deslizó una placa de rayos X iluminada.
—Míralo, Ramiro —dijo el médico, señalando una sombra oscura cerca de su hombro. —El desgarro del manguito rotador es extenso. Más grave de lo que temíamos.
Ramiro miró la imagen, que parecía una foto de su ruina. Era un hombre de treinta años que había vivido y respirado por la perfección de su brazo derecho.
—¿Qué significa eso? —La voz de Ramiro era baja, controlada, pero con un filo de hielo.
El médico se quitó las gafas, su rostro grave.
—Significa cirugía inmediata. Fisioterapia agresiva. Y lo crucial, Ramiro: no podrás competir ni entrenar a nivel profesional durante un año completo.
¡Un año!
La palabra resonó en su cráneo como un tiro de pistola. Un año en el tenis era una eternidad. Significaría perder su ranking mundial, la cima que le había costado dos décadas de sangre y disciplina. Lo significaba todo.
—Estás bromeando —susurró Ramiro.
—No. Si intentas forzarlo, la lesión será permanente. Tu carrera terminará. Tienes que parar. Tienes que aceptar esto, Ramiro.
La noticia fue un golpe físico. Más doloroso que cualquier revés en el hombro.
—¡Yo soy el número uno! ¡La temporada de Grand Slams empieza en dos meses! —gritó Ramiro, golpeando la camilla con el puño izquierdo.
El médico no parpadeó. —Y tienes un año para aprender a ser más que el número uno.
La frustración, la rabia contra su propio cuerpo, contra la suerte, contra el universo, se desbordó. No era un corte, era la amputación de su identidad. Salió de esa oficina, no como Ramiro Zuñiga, el campeón, sino como un escombro.
Y justo cuando cruzaba el umbral, su madre, Emilia Zúñiga, aparecía en el pasillo. La mujer poderosa y de carácter, con su traje de diseñador, parecía la encarnación del control que él acababa de perder.
—Ramiro, ¿qué dijo el doctor?
Ramiro no respondió. No la miró. La rabia que sentía por la pérdida de su carrera se centró en la mujer que siempre había intentado manipularla.
Pasó junto a ella como un rayo oscuro, con los puños cerrados.
—¡Ramiro! —El tono de su voz era una orden, la que siempre había funcionado. —¡Ramiro! Vuelve aquí inmediatamente.¿Qué ocurre?
Él ni siquiera parecía escucharla. Siguió de largo, dejando a su madre sola en el pasillo, con su plan destrozado.
Al salir del área de consultas privadas, la luz de los flashes lo golpeó con la fuerza de un puñetazo. Varios periodistas deportivos y camarógrafos, apostados a la espera, se abalanzaron sobre él en cuanto lo vieron.
—¡Ramiro, un momento, por favor! —¿Es cierto el rumor de la lesión en el hombro, Zúñiga? —¡¿Vas a perderte el Abierto de Madrid?! —¡Danos alguna declaración, Ramiro! ¿Es el fin de la temporada?
Los gritos se mezclaron con el ruido irritante de las cámaras. Lo rodearon, microfónos y grabadoras acechando como serpientes. Era un acoso total, la prensa devorando al atleta herido. Ramiro sintió que la máscara de su control se hacía pedazos. Estaba atrapado, expuesto, su miseria convertida en un titular.
La furia lo superó. Empujó el primer cuerpo que se interpuso, el brazo apretándose contra un pecho.
—¡Apártense! —rugió, su voz tensa por la desesperación.
—Solo una palabra, Ramiro, ¿es grave? —¡Dile a tu madre que te pague un vocero, campeón! —se burló una voz desde la multitud.
Ramiro no tenía palabras. Solo la urgencia de huir. Abrió camino con el cuerpo, apartando los brazos que intentaban sujetarlo, sus ojos verdes inyectados de sangre y lágrimas no derramadas. Era una carrera desesperada contra las luces y las preguntas que sólo confirmaban su nueva, horrible realidad. Subió a su coche con las manos temblando.
La amargura lo llevó directamente a la bebida.
–Fin del Flashback–
Ramiro se despertó sobre Aura. Se levantó torpemente, todavía mareado, la oscuridad de la noche cediendo lentamente. La visión de la Vesper desnuda bajo él, con la máscara puesta, lo golpeó con la certeza de lo que había hecho. Había comprado el olvido.
Se levantó del sofá, sintiéndose el doble de sucio. Miró el tubo de práctica, el recordatorio del baile que había comprado.
Aura se sentó, envolviéndose en el batín de seda, sus ojos color miel firmes y vigilantes detrás de la máscara. El aire estaba cargado de silencio y de la humillación mutua.
Con movimientos metódicos, Aura comenzó a vestirse. Eligió ropa interior sencilla, negra y funcional, el opuesto exacto a la diminuta tanga de hilo que había usado. Ramiro la observó: se puso una blusa de algodón suelta y unos jeans oscuros, ocultando deliberadamente las curvas que momentos antes había explorado con tanta lujuria.Lo hizo sin un asomo de pudor, sin la más mínima preocupación por su mirada. Después de lo que había pasado, la vergüenza era un lujo que ya no quería permitirse. Cada movimiento era profesional, distante. La Vesper sexy se disolvía para dar paso a una mujer anónima.
—Son las cinco, señor Zúñiga. El banco abre pronto.
La exigencia profesional y fría de ella rompió el momento. Era un contrato, no una catarsis.
Ramiro caminó hacia la mesa, buscando sus pertenencias, cuando un dolor agudo y punzante lo atravesó. El dolor no vino de la cabeza, sino de su hombro derecho, el brazo dominante, el que había destrozado su carrera. El movimiento brusco del acto sexual de la noche había despertado al manguito rotador desgarrado con una venganza brutal.
Ramiro se llevó la mano al hombro y emitió un sonido bajo de dolor que le salió de lo más profundo del pecho. Su rostro se contrajo, blanco por el impacto.
Aura reaccionó por instinto. La fisioterapeuta se impuso a la bailarina. Se olvidó de la máscara, del cheque, del sexo pagado.
—¡Cuidado! —exclamó, dando un paso hacia él. Sus ojos color miel, visibles detrás de la máscara, mostraban una genuina alarma. Por un breve momento, sintió el impulso irrefrenable de ayudarlo, de aplicar una compresa fría, de palpar y estabilizar ese músculo destrozado.
Pero antes de que pudiera acercarse, el dolor ya había hecho su trabajo en Ramiro. La frustración regresó, pura y violenta. El dolor era un recordatorio físico e irrefutable de su debilidad, de su fracaso, de la predicción del Doctor Selig.
Él la miró con una rabia ciega, confundiendo su piedad con burla.
—¡No me toques! —gritó, su voz áspera y rota. Retrocedió violentamente, como si el tacto de ella fuera veneno, el dolor le recordaba por lo que estaba pasando y la furia lo frustró hasta el límite.
El silencio que siguió a la orden, "¡No me toques!", fue más denso y cortante que cualquier grito. Aura no se inmutó; la máscara de terciopelo no sólo ocultaba su rostro, sino que parecía absorber cualquier emoción que quisiera aflorar. Su impulso de fisioterapeuta, ese instinto de sanar que la había hecho avanzar un paso, se congeló ante la furia del tenista. Ahora, solo quedaba la Vesper, la profesional que ya no permitía la intromisión del drama ajeno.
Ramiro, con el sudor frío del dolor aún en la frente, se enderezó con un esfuerzo visible, como si la dignidad fuera un corsé que debía ajustarse a la fuerza. Su mano izquierda seguía acunando el hombro destrozado, el recordatorio viviente y punzante de que era un número uno roto.
—Retírese de mi camerino y aprenda a vivir con su dolor.
Vesper hizo una pausa, y la última frase, lanzada con la precisión de un dardo, resonó en el aire viciado de la habitación, agregó:
—Cada quien lleva su cruz.
La frase lo golpeó. Era una navaja envuelta en seda. No era una simple frase hecha; era una declaración de igualdad en el sufrimiento. Ella, vendiéndose en un club nocturno. Él, con su carrera amputada. Ambos estaban lidiando con su propia ruina, solo que la de él era pública y la de ella, anónima.
El desafío en sus palabras, esa dignidad inquebrantable con la que vestía su miseria, encendió algo nuevo en Ramiro. Ya no era la lujuria ciega de la noche vivida, ni la rabia contra el destino. Era un interés agudo, casi intelectual.
Ramiro se apoyó pesadamente en la mesa, su rostro marcado por el sexo y el dolor. —¿Y cuál es tu cruz, fantasma? —Su voz era áspera, buscando el punto débil, el resquicio de fragilidad detrás de esa fachada de mármol.
Aura alzó una ceja, pero no se inmutó.
Él se dirigió a la puerta y deslizó la mano para abrir el pestillo.
—Adiós, Vesper. Espero que el dinero valga la…
Aura no parpadeó. Un eco de resentimiento cruzó sus ojos color miel antes de que él continuara.
—Para mí, siempre vale la pena —lo interrumpió.
Ramiro guardó silencio.El dolor punzante en su hombro lo impulsaba a huir de ese lugar, de esa mujer y de la versión patética de sí mismo que había comprado el sexo. Se giró bruscamente, el movimiento envió otra descarga de dolor por su brazo. Recogió sus llaves y su cartera de la mesa.
Abrió la puerta por completo. El ruido ahogado del club en retirada se coló un instante. Ramiro Zúñiga, el campeón mundial, salió del camerino y cerró la puerta detrás de sí con un clic final, dejando a Aura sola, con su máscara de terciopelo. Al alejarse por el pasillo, su cuerpo entero, aturdido por la punzada en el hombro, sentía el desafío de una mujer cuyo silencio le había gritado una verdad mucho más amarga que la del diagnóstico médico: era el momento de enfrentarse a la vida sin la raqueta.







