Mundo ficciónIniciar sesiónSofía debía un millón que nunca podría pagar. Viktor Ivanov, el jefe de la mafia rusa más temido de Nueva York, no perdona deudas… pero esta vez decidió cobrarlas de otra forma. Una noche. Un contrato. Su virginidad a cambio de la libertad de su familia. Lo que ninguno esperaba era que el monstruo se enamorara de su presa… y que ella empezara a disfrutar de sus cadenas.
Leer másNueva York nunca duerme, pero Viktor Ivanov sí la hace callar cuando quiere.
Desde su ático en la Torre Ivanov, con vistas a un Central Park que parecía un juguete bajo sus pies, él tomaba decisiones que valían vidas. Esa noche llevaba un traje negro impecable, camisa abierta, la telaraña tatuada en la mano derecha brillando bajo la luz fría. Treinta y cinco años de poder absoluto lo habían vuelto exigente. Sus mujeres eran altas, rubias, con cuerpos esculpidos en gimnasios caros y cirugías perfectas. Rusas o ucranianas que parecían muñecas de hielo. Él las usaba una vez y las descartaba como cigarrillos apagados. El teléfono sonó. Dimitri, su mano derecha. —Jefe, el colombiano no paga. Dice que… ofrece a la hija. Una noche con usted a cambio del millón doscientos. Viktor soltó una risa seca. —¿La hija? ¿Qué, ahora soy el basurero de deudas? —Es virgen, jefe. Veinte años. Latina. Vive en Queens, trabaja en una cafetería. Nada del otro mundo, pero… es lo que hay. —Descríbemela —ordenó, más por aburrimiento que por interés. Dimitri carraspeó incómodo. —Ehh… no es modelo, jefe. Cabello castaño oscuro ondulado, piel morena normalita. Cuerpo… cuadrado. Hombros anchos, espalda recta como de hombre, caderas rectas, sin curva. Tiene rollitos a los lados, piernas flacas, culo pequeño. Nada que resalte. La típica chica común que pasa desapercibida. Viktor frunció el ceño. Sintió una punzada de asco anticipado. Él, que podía tener a cualquier supermodelo con un chasquido, ahora le ofrecían… eso. Una morocha gordita sin forma, sin gracia. Se imaginó tocando esos rollitos blandos y se le revolvió el estómago. —Tráiganla mañana a la una —dijo de todas formas, voz helada—. Quiero ver si al menos sirve para desquitarme la bronca. _____ Sofía Ramírez lloraba en silencio en su cuartito de Queens. El vestido blanco que su padre le obligó a ponerse le quedaba apretado en los sitios equivocados: marcaba los rollitos laterales, hacía que sus caderas parecieran una caja, que sus hombros anchos se vieran aún más masculinos. Siempre se había sentido fea. Los chicos en el colegio la ignoraban; las chicas lindas se reían de su cuerpo “raro”: espalda ancha, cintura inexistente, piernas flacas que terminaban en un trasero casi plano. Ahora su padre la vendía como si fuera algo valioso. —Una noche, mija. Solo una. Ese hombre está acostumbrado a lo mejor… pero tú eres virgen, eso vale. Sofía se miró al espejo y se odió más que nunca. Cabello oscuro cayendo ondulado sobre sus hombros cuadrados. Pechos flácidos pero generosos que no hacía ver bien el vestido. Rollitos que se desbordaban apenas. ¿Quién querría tocar esto? _____ Una y cinco de la madrugada. El club privado “Nochnaya Zvezda”. Sofía entró temblando. El vestido blanco parecía ridículo bajo las luces rojas. Sus piernas delgadas temblaban, el cabello castaño oscuro le caía desordenado sobre la cara. Viktor estaba sentado, piernas abiertas, vodka en mano. Cuando la vio, su expresión no cambió… pero sus ojos grises se endurecieron con desdén puro. Acércate, ordenó en español con acento ruso cortante. Ella dio pasos torpes. Descalza cuando él se lo mandó. Él la escaneó como quien revisa mercancía dañada. Cabello opaco. Hombros de camionero. Caderas rectas, sin esa curva que vuelve loco a cualquier hombre. Rollitos que se marcaban bajo la tela barata. Piernas flacas que parecían palillos bajo un torso ancho y sin forma. Y ese culo… Dios, casi no existía. Viktor sintió náuseas. Él, que rechazaba a misses por tener una imperfección mínima, ahora tenía que conformarse con esta… cosa. —¿Esto es lo que tu padre cree que vale un millón?, dijo con voz baja y cruel, levantándose. Sofía bajó la mirada, roja de vergüenza. Viktor se acercó. Olió su perfume barato, vainilla de supermercado. La tomó de la barbilla obligándola a mirarlo. Sus ojos miel estaban llenos de lágrimas. —Mírate —susurró con desprecio—. Cuerpo de caja. Ni cintura, ni caderas, ni nada que agarre. Rollitos que dan asco. ¿Sabes cuántas mujeres mataría por tenerlas aquí y las echo en cinco minutos porque no son perfectas? Y tú… tú ni siquiera eres bonita. Las lágrimas de Sofía cayeron. Pero no se movió. Viktor sintió algo retorcerse dentro de él. Odio. Asco. Y algo más oscuro: la necesidad enferma de poseer lo que nadie más querría. Porque si él la aceptaba así, fea y común, significaba que hasta lo peor del mundo le pertenecía. —Una noche —dijo, su mano tatuada bajando por el cuello de ella, sintiendo la piel cálida y suave a pesar de todo—. Una noche y tu familia vive. Pero te advierto, Sofía… no voy a ser gentil solo porque eres virgen. Te voy a usar como mereces: como el pago barato que eres. Sofía tragó saliva. —Acepto —susurró, voz rota. Viktor sonrió sin humor. La tomó de la cintura… y sintió los rollitos bajo sus dedos. Apretó con fuerza, casi con rabia. La sentó en la mesa de mármol frío. —Quítate el vestido —ordenó, voz ronca de desprecio y deseo mezclado. Ella obedeció temblando. Quedó en ropa interior blanca sencilla. Cuerpo cuadrado expuesto: hombros anchos, torso recto, rollitos marcados, piernas flacas abiertas por la fuerza de sus manos tatuadas. Viktor la miró de arriba abajo. Asco. Pura repulsión. Y aun así, su cuerpo reaccionó. Porque ahora era suya. Fea o no. Y nadie, jamás, se la quitaría. (Continuará…)Sofía se quedó sola en la mansión otra vez, el portazo de Viktor resonando lejano mientras el Mercedes se alejaba. Le había dado otro beso rápido en la frente que todavía quemaba, era algo que se estaba dedicando últimamente, pero todavía no le deja de sorprender, fue posesivo y frío a la vez, como siempre. Y ella aceptaba, no decía más nada, pero por dentro, la calma crecía como raíz en tierra dura. El día fue silencio. El desayuno sola, bandeja simple. Caminó por los pasillos de la mansión, sus dedos rozando paredes. La biblioteca la llamó otra vez. Entró, el aroma a papel viejo envolviéndola como un abrazo secreto. Encontró el libro infantil de nuevo, “Enamorada de mi Coronel”, abierto en la página donde Ela desafiaba al coronel con palabras en vez de lágrimas. Leyó unas cuantas más, las páginas pasando lento con sus dedos. El coronel se disculpaba, la quería tal como era, gordita y valiente. Sofía sonrió amargo. Lejano. Imposible. Pero esperanza pin
El jet aterrizó suave en la pista privada de Nueva York, la noche cayendo pesada como manta oscura sobre la ciudad que nunca duerme. Viktor bajó primero, abrigo negro ondeando con el viento frío, mano extendida para ayudarla sin mirarla a los ojos. Sofía tomó, dedos rozando brevemente, un calor fugaz antes del frío habitual que siempre volvía.El Mercedes negro esperaba, el motor ronroneando impaciente. Hades el guarda estaba fuera del vehículo, abrió la puerta trasera, sonrisa amable y genuina al verla bajar las escaleras del jet.—Bienvenida de vuelta, señorita Sofía —dijo bajo, voz grave pero cálida, ojos deteniéndose un segundo más de lo necesario en su rostro—. El vuelo fue tranquilo, espero.Sofía asintió, sonrisa leve y serena, el vestido gris suave cayendo perfecto sobre su cuerpo, ocultando marcas pero abrazando formas reales.—Tranquilo, gracias, Hades —respondió suave, voz calmada pero con ese toque de luz que había aprendido a guardar.
El viaje a Moscú había sido corto, apenas dos días de reuniones tensas y nieve que lo cubría todo, pero Viktor decidió volver antes de lo planeado. “Más trabajo en Nueva York”, dijo seco esa mañana, sin mirarla a los ojos, como si las palabras le quemaran la lengua. Sofía no preguntó. Aceptó, como siempre hacía ahora, con esa calma que había aprendido a ponerte como armadura. Guardó el vestido azul cosido en la maleta, junto con los pocos recuerdos de Moscú que no dolían tanto.El jet privado despegó al atardecer, dejando atrás la dacha blanca y el frío ruso que se colaba hasta los huesos. El interior era el mismo lujo intimidante: asientos de cuero crema que olían a nuevo, mesa baja de madera fina con botella de vodka y vasos cristalinos, turbina ronroneando suave como un secreto. Sofía se sentó junto a la ventana, el vestido gris suave cayendo fluido sobre su cuerpo, ocultando las marcas que aún latían bajito. Cabello alborotado rozando el cuello, manos quietas en el rega
La mañana en la dacha era un blanco cegador, nieve cubriendo todo como manta pesada. Sofía se levantó antes de que el sol quemara el hielo, el corazón latiendo calmado pero firme. El vestido azul colgaba en el armario, cosido con puntadas ocultas, entero otra vez. Lo sacó despacio, dedos rozando la tela suave.Se lo puso sola frente al espejo. El azul pastel caía fluido, mangas largas ocultando marcas, falda hasta la rodilla, cuello alto protegiendo. No apretaba. No marcaba. Solo abrazaba, escondiendo imperfecciones, dejando ver inocencia. El cabello corto alborotado acariciaba el cuello, ondas frizz como halo rebelde. Nariz pequeña y fina, lunar brillando. Se miró. No deslumbrante. Pero serena. Fuerte.Viktor entró sin golpear, traje negro impecable, ojos grises cortando el aire.Se quedó quieto al verla.—¿Ese trapo otra vez? —rió cruel, acercándose—. Te dije que lo tiraras. Se va a romper con solo mirarlo. Pareces una niña jugando a ser mujer.Sofía no bajó la mirada, algo confundi
El jet privado brillaba bajo el sol frío de la pista privada, blanco con líneas negras, escaleras bajadas como invitación. Hades, alto y ancho, cicatriz en la mejilla, la miró de arriba abajo sin expresión.—Señorita —dijo bajo, tomando las maletas—. Suba.Markus, el piloto, sonrió profesional.—Bienvenida. Vuelo tranquilo a Moscú. Cinco horas.Sofía subió las escaleras despacio, el vestido azul pastel ondeando leve con la brisa. El interior era lujo puro: asientos de cuero crema, mesa de madera fina, champagne enfriándose. Se sentó junto a la ventana, manos en el regazo, corazón latiendo fuerte.Irina se quedó abajo, solo Hades subió con ella, sentándose enfrente, brazos cruzados.—Relájese —dijo—. Órdenes del jefe: cómoda y segura.El jet despegó suave, Nueva York quedando abajo como recuerdo borroso. Sofía miró las nubes, el vestido cayendo perfecto sobre su cuerpo, ocultando marcas, abrazando formas reales. El azul que cosió en secreto, puntada por puntada, mientras Viktor dormía
El Black Diamond era un monstruo de cristal negro y oro, ventanas tintadas que no dejaban ver dentro, seguridad discreta en cada esquina. Irina tomó su brazo con gentileza fingida.—Vamos, señorita. El señor rentó todo el edificio. Solo para usted hoy.Sofía siguió, el corazón latiendo fuerte. El lugar era un sueño irreal: pasillos de mármol pulido, tiendas privadas con nombres que sonaban a idiomas lejanos, música suave que flotaba como humo caro. Irina la guió primero al spa en el último piso, vistas a la ciudad nevada que quitaban el aliento.—Relájese —dijo Irina, dejando a las estilistas con una sonrisa que no llegaba a los ojos.Masaje primero. Manos expertas deslizándose por su espalda, evitando la herida profunda pero rozando cerca, haciendo que Sofía se tensara. Aceites calientes que olían a lavanda y vainilla, piedras suaves presionando nudos que no sabía que tenía. Por un momento, el fuego de la correa se apagó. Solo piel, calor, alivio.Uñas después: manos y pies pintados
Último capítulo