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Capítulo 5. El límite entre el odio y el deseo

Rebecca despertó más tarde de lo habitual. La habitación estaba envuelta en un silencio extraño, cargado, como si el aire mismo se negara a moverse. Sentía el cuerpo pesado, como si hubiera dormido demasiado o demasiado mal. La noche anterior había sido una tortura: encerrada en esa habitación, sola, con las palabras de Edgardo repitiéndose en su cabeza una y otra vez.

“No puedes escapar de lo que estás empezando a sentir”

Y lo peor era que había una parte de ella que sabía que era cierto, no por imposición ni por obligación. Sino porque, lentamente,y sin quererlo, su voluntad empezaba a ceder. Odiaba a Edgardo, lo odiaba por controlarla, manipularla, encerrarla. Pero también lo deseaba, y esa confesión interna le quemaba más que cualquier castigo físico.

Se levantó, se duchó rápido y bajó las escaleras con la idea de enfrentarlo. No iba a seguir permitiendo que jugara con ella, con su mente, con su cuerpo. Estaba decidida a ponerle un límite.

Lo encontró en el salón principal, de espaldas a ella, hablando por teléfono. Estaba impecablemente vestido con una camisa negra que marcaba sus hombros amplios y un pantalón de lino gris oscuro. Su voz, aunque baja, transmitía autoridad.

Le gustaba demasiado verlo de esa forma.

—Quiero los informes antes del anochecer, si no los tienes, busca la manera de traermelos. —Edgardo colgó sin esperar respuesta y giró lentamente hacia ella, como si hubiera sentido su presencia desde el primer segundo.

—Buenos días, Rebecca.

—¿Buenos? Me encerraste como si fuera un animal —habló de manera irónica.

—Te protegí —dijo sin inmutarse—. El deseo que sentías anoche te asustó. Pensé que te haría bien estar sola con él.

—¡No quiero tu protección! —gritó ella, furiosa—. ¡No soy tu juguete, Edgardo!

Él se acercó sin dejar de mirarla. Ella retrocedió un paso, luego otro, hasta que su espalda chocó con la pared.

—¿Juguete? —dijo, en un susurro peligroso—. No sabes lo que dices, Rebecca. Tú me provocas, te encierras en tu orgullo, pero cada vez que te toco, tiemblas. Cada vez que te hablo así, tus pupilas se dilatan.

Le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. Rebecca no lo quería, lo odiaba, pero no se movió.

—¿Qué me estás haciendo? —susurró con los ojos cerrados, como si se sintiera atrapada dentro de sí misma.

—Te estoy desnudando el alma —respondió él—. Quitando todas tus mentiras, una por una, quedando solo tú, y el deseo que sientes por mí, Rebecca.

Los labios de Edgardo apenas rozaron los suyos, fue como una chispa eléctrica. Ella lo empujó con fuerza y se apartó.

—¡No te atrevas a besarme sin mi permiso!

—Entonces dame permiso —respondió con una sonrisa oscura.

Rebecca corrió escaleras arriba. Entró a su habitación, temblando. ¿Qué era eso? ¿Qué clase de vínculo enfermizo se estaba formando entre ellos? No podía seguir así, necesitaba poner distancia, y tenía que romper ese lazo, pero su cuerpo no estaba de acuerdo.

♤♤♤♤

Esa noche, Edgardo organizó una cena especial. La mesa, larga y elegante, estaba cubierta de velas y platos exquisitos. Rebecca apareció con un vestido rojo que él le había enviado por la tarde. Lo había ignorado primero, pero luego se rindió. ¿Qué importaba usarlo? No significaba nada, ¿verdad?

Edgardo la miró como si el mundo se hubiera detenido. Se levantó de su asiento para acercarse.

—Estás devastadoramente hermosa —murmuró, besando el dorso de su mano.

—No vine por ti —bramó Rebecca—. Vine porque tengo hambre.

—Y yo tengo hambre de ti.

Rebecca apretó los dientes, sin embargo, se limitó a ignorar eso. Comenzaron a cenar, el ambiente era espeso, eléctrico. Ninguno hablaba demasiado, solo se miraban. Los gestos siendo más intensos que las palabras.

—Dime la verdad —dijo ella finalmente, sin poder resistir más—. ¿Qué es esto para ti? ¿Un juego?

Edgardo dejó la copa a un lado.

—¿Te parezco alguien que juega con lo que quiere poseer? —preguntó, mirándola a los ojos.

—No sé, no puedo entenderte, porque un día eres amable, y al siguiente me encierras como una maldita esclava.

—Estoy intentando domar esa rebeldía salvaje que tienes.

Rebecca lo miró desafiante, incapaz de creer eso.

—No soy salvaje, solo no estoy dispuesta a doblegarme.

—Y eso es lo que más me atrae —respondió él, con una sonrisa—. Lo que no puedo controlar, me obsesiona.

—¿En serio? Porque sólo siento que me destruyes con tus acciones.

—¿Así te sientes?

—Así lo veo.

Edgardo se levantó, rodeó la mesa y se colocó detrás de ella. Le apartó el cabello con suavidad, dejando al descubierto su cuello.

—Podría destruirte, sí, pero no quiero hacerlo. Porque quiero que te entregues, que me mires a los ojos y me pidas que te haga mía.

Rebecca se puso de pie de golpe, su respiración agitada. Lo miró con rabia, con deseo y algo más que Edgardo no podía descifrar, aún.

—Nunca voy a pedirte eso.

—Entonces lo harás sin palabras.

Rebecca lo miró, y se giró con brusquedad para luego alejarse de él. Edgardo sacaba lo peor de ella, haciendo que sus impulsos quisieran salir para demostrarle que necesitaría más que palabras para domarla. Aún así, no podía dejar que él tuviera ese poder, e iba a pelear hasta el final.

Aunque tuviera que consumirse en ese deseo que lentamente la empezaba a quemar.

♤♤♤♤

Esa noche no durmió, caminó por la habitación como un animal atrapado. Él la volvía loca, literalmente, y lo detestaba por todo lo que le estaba haciendo sentir. Sin embargo, tampoco podía dejar de desearlo.

A la madrugada, una ráfaga de viento abrió la puerta, ella se asomó con cuidado al pasillo y lo vió. Edgardo, estaba en el estudio solo, con la cabeza entre las manos, luciendo vulnerable.

Rebecca caminó hasta él, sin saber por qué, y lo observó levantando la cabeza en su dirección.

—No puedo dejar de pensar en ti —dijo él, como si confesara un crimen.

—Yo tampoco he podido dejar de hacerlo —respondió ella.

Se quedaron así, en silencio, mirándose cara a cara. Dos mundos completamente diferentes chocando entre sí.

Entonces él la besó, y esta vez, ella no lo detuvo.

El beso fue violento, urgente, cargado de rabia y deseo reprimido. Él la alzó en brazos y la llevó hasta el sofá, besándola como si necesitara respirar de su boca, y no pudiera detenerse.

Rebecca se dejó hacer, enredando sus brazos al cuello de Edgardo, acercándolo más para poder profundizar el beso. No fue amor, fue algo más oscuro, más primitivo. Pero que nació en medio de la tormenta, y los ató más de lo que cualquiera de los dos estaba dispuesto a admitir.

Y mientras Rebecca yacía junto a él, horas después, con la mirada perdida en el techo, supo que el juego había cambiado.

Ya no se trataba de poder.

Se trataba de supervivencia emocional.

Y en esa guerra, ninguno iba a salir ileso.

♤♤♤♤

Gabriel salió del hospital para poder respirar y fijarse los detalles sobre los movimientos de Luis Morgan. Subió a su auto, y se dispuso a llamar a su hermano.

Ya sabía hacia dónde se dirigía Luis Morgan, pero debían ser precavidos a la hora de actuar, porque ese hombre siempre terminaba teniendo un as bajo la manga.

El recuerdo de Elena tendida en el suelo herida, le llegó como un huracán con intención de destruir todo a su paso. Apretó el volante del auto con fuerza, culpándose por no haber hecho algo en ese momento.

Intentó acabar con Luis Morgan una vez, hace varios años, pero ver a Rebecca junto a él ese día lo hizo detener. Decidió que lo mejor sería vigilarlo, mantenerlo al margen de todo, porque ya no era aquel respetable y temerario hombre, que en algún momento tuvo un imperio.

Aparcó el auto lejos del casino, bajó de él y caminó hasta su hermano que se encontraba al otro lado de la calle.

—¿Qué tenemos? —preguntó, tomando el sobre.

—Algo bastante interesante —respondió Edgardo, furioso.

—¿Elias Fernández?

—El bastardo de Morgan está “trabajando” con él.

Gabriel abrió los ojos sorprendido, esto era mucho más grave de lo que habían esperado. Con la aparición de Elias en la ecuación, las cosas debían empezar a tomar un rumbo diferente.

Ya no podían simplemente lanzarse sobre Luis Morgan, menos cuando estaba siendo protegido por uno de los socios de Edgardo.

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