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Capítulo 6. Fuego cruzado

El amanecer se coló por las cortinas de la habitación, pero Rebecca ya estaba despierta desde hacía mucho. Se había pasado la noche reviviendo lo que había pasado en el estudio con Edgardo. Sus labios aún ardían por los besos, su piel temblaba al recordarlo, y su mente se encontraba hecha todo un caos de emociones. ¿Cómo podía odiarlo tanto y, al mismo tiempo, sentir esa atracción feroz?

No podía permitirse sentirse así, tenía que recuperar el control. No era suya, no lo amaba, no podía dejarse llevar por los impulsos, y sin embargo, la noche anterior había cedido.

Con el corazón revuelto, se arregló para el desayuno. Al bajar las escaleras, lo vio hablando con una mujer elegante, de cabellos castaños y ojos verdes intensos. Ella reía con familiaridad mientras posaba una mano en el brazo de Edgardo.

—Rebecca —dijo él—. Te presento a Teresa, una amiga de la familia.

Teresa le tendió la mano, examinándola de pies a cabeza.

—Encantada, he oído hablar mucho de ti.

—¿Ah, sí? —preguntó Rebecca, alzando una ceja—. Espero que no todo lo que has oído sea mentira.

—Edgardo no suele mentir —respondió Teresa con una sonrisa que tenía más filo que amabilidad.

Rebecca mantuvo la sonrisa tensa, mientras en su interior el fuego seguía creciendo.

—¿Amiga de la familia, dijiste? —se volvió hacia Edgardo—. ¿O de esas que aparecen cuando la familia no está?

Edgardo la miró fijamente, con ese brillo peligroso que siempre aparecía cuando alguien lo desafiaba.

—Teresa y yo nos conocemos hace años —contestó Edgardo, omitiendo algunos detalles de su relación—. Ella me ha estado ayudando bastante con el tema de los casinos.

—Interesante—murmuró Rebecca, con una sonrisa venenosa—. Siempre es bueno conocer a alguien importante para Edgardo.

La tensión entre los tres era tan espesa que podía cortarse con cuchillo.

Rebecca observaba a ambos con cierta suficiencia, demostrando que su orgullo era difícil de quebrantar. Teresa apretaba las manos con fuerza, buscando la manera de no saltar sobre esa maldita chiquilla que le estaba robando la atención de Edgardo.

La situación se sentía como un vil juego de quién se quedaría con el rey, pero de una manera diferente, y en la cual Rebecca no estaba dispuesta a perder.

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Más tarde, mientras caminaba por los jardines para despejar su mente, Rebecca fue interceptada por Teresa.

—Te ves incómoda —dijo, con tono burlón—. ¿Estás bien?

—Perfectamente, aunque me intriga tu presencia aquí. No sabía que Edgardo recibía visitas tan… cercanas.

Teresa rió con sutileza.

—Edgardo y yo compartimos más que una amistad, debo decir. —Rebecca apretó los puños intentando calmarse y no perder la compostura con esta mujer.

—Supongo que eso fue hace tiempo —sonrió con arrogancia—, porque ahora parece tener otro tipo de prioridades.

Teresa alzó las cejas, sin perder la sonrisa, pero lo suficientemente molesta como para demostrarlo.

—Querida, Edgardo no es un hombre de una sola mujer. Y contigo se terminará aburriendo tarde o temprano.

Rebecca la miró con frialdad.

—¿Es así? —preguntó con ironía—. Pues es una lástima, porque ahora le pertenezco y no voy a desaparecer así como así.

Rebecca se alejó divertida, sin dejarse pisotear el orgullo.

Teresa quedó inmóvil, enojada con Edgardo por tener a esa mujer ahí, pero no se lo dejaría fácil. Ella nació para ser la señora Montenegro, y nadie iba a impedírselo, ni siquiera una chiquilla desechable.

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Horas después, en la biblioteca, Edgardo encontró a Rebecca revisando libros sin prestarles atención por lo que se acercó en silencio, notando su rigidez.

—¿Qué sucede? —preguntó, pasando un brazo por su cintura.

—Nada —respondió ella, buscando apartarse.

—No me mientas, Rebecca.

Ella cerró el libro con fuerza y lo encaró.

—¿Te acostaste con ella?

Edgardo no contestó de inmediato, y simplemente la miró por varios segundos hasta que respondió.

—Lo hice, pero eso ya no importa.

—¡Claro que importa! —soltó, furiosa—. Me llevas al límite emocional, me besas, me haces sentir cosas que no quiero sentir, y luego aparece esa mujer que se cree tu dueña.

—Teresa no es nada para mí —dijo, acercándose.

—¡No me mientas!

Edgardo la tomó del brazo con suavidad pero firmeza.

—No te miento, ella no significa nada en mi vida.

—Entonces demuéstralo, echándola —dijo, aunque el tono de su voz la traicionó.

—¿Qué? —preguntó desconcertado.

—Lo que escuchaste, Edgardo, échala.

—No puedo hacerlo.

Rebecca lo miró, y sonrió con ironía.

—¿No puedes o no quieres?

—No es tan simple.

La menor de los Morgan asintió, comprendiendo la situación, y el actuar de Edgardo. Se alejó de él, mirándolo sin ningún tipo de expresión.

—Entonces, atente a las consecuencias cuando logre escapar de aquí.

Con eso, Rebecca giró sobre sus talones y salió de ahí. Edgardo, cegado por la rabia la tomó de los brazos, estrellándola contra la pared más cercana.

—¡Nunca te irás, y tampoco te dejaré ir! —exclamó, besando con fuerza el cuello de Rebecca—. Eres mía, deberías empezar a aceptarlo.

Y entonces la besó, otra vez, como si se acabara el mundo.

Esta vez fue Rebecca quien tomó el control, tirándolo contra los estantes, devorando su boca, descargando todos sus celos, su rabia, su atracción.

Edgardo la alzó, haciendo que ella rodeara sus piernas alrededor de la cintura. Aprisionó el cuerpo de Rebecca con el suyo, y levantó sus brazos por encima de su cabeza.

La otra mano subió lentamente su vestido, arrancándole un jadeo que se perdió entre el choque de sus bocas. Se separó un poco, para poder observarla con detenimiento, sonrió de lado al ver su rostro jadeante, y sus ojos negros por la lujuria.

Dirigió su boca al cuello de Rebecca y succionó con fuerza, sacándole un gemido. Como pudo, comenzó a caminar hacia su habitación con Rebecca aún encima.

Al llegar abrió la puerta con fuerza y la cerró de una patada, caminó hacia la cama, y recostó cuidadosamente a Rebecca.

—Eres un jodido demonio vestido de ángel. —Su voz salió con un tono ronco, que provocó un escalofrío en la mujer.

Quitó su camisa de un tirón, y se subió encima de Rebecca posicionándose entre sus piernas. Con desesperación rompió el vestido de Rebecca, dejando solo la lencería negra de encaje.

Su boca se dirigió con lentitud a su cuello, mientras que sus manos recorrían despacio el cuerpo de ella. Rebecca gemía y jadeaba, buscando aferrarse lo más que pudiese a Edgardo.

Sus manos se movían por esa amplia espalda, hasta rozar los músculos marcados del hombre encima suyo. Se sentía contrariada, tenía a su mente diciéndole que se alejara antes de arrepentirse, pero su corazón era quien estaba mandando en ese momento.

Recorrió la espalda de Edgardo con sus manos, enredó sus piernas alrededor de su cintura y se dejó llevar por el momento.

—Hazme tuya —susurró antes de besarlo como fuerza.

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Luis Morgan caminaba de un lado para otro, desesperado y sin saber qué hacer. Se maldecía por vender a la inútil de Rebecca, más ahora que debía buscar una forma de traerla consigo.

Debió darse cuenta de la clase de hombre que era Edgardo Montenegro. Sin embargo, decidió ignorarlo porque no lo creía una amenaza al igual que su hermano mayor, Gabriel. Bendito fue el día en el que pudo deshacerse de Elena, porque así pudo liberarse de un pez gordo.

Llamó a uno de sus hombres, era hora de hacerle una visita a su pequeña hija, y negociarla por algo que Edgardo no sería capaz de rechazar.

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El vestido de Rebecca yacía olvidado en el suelo de la habitación de Edgardo. La penumbra apenas dejaba ver los contornos de los muebles lujosos, pero en la cama, los cuerpos entrelazados respiraban en descompás. Rebecca, de espaldas a Edgardo, miraba al vacío perdida en sus pensamientos.

Él, en cambio, la observaba en silencio, sus dedos recorriendo lentamente su espalda desnuda. La besó en el hombro con una devoción que ella no quería sentir.

—No tienes que decir nada —murmuró él, como si leyera lo que ella callaba.

Rebecca no respondió. Solo cerró los ojos.

Edgardo la rodeó con el brazo, como si su calor pudiera convencerla de lo que él ya sabía: que ella era suya, incluso si aún no lo aceptaba.

Estaba siendo duro, pero tenía la paciencia suficiente para esperarla, porque ella lo valía, y se merecía recibir todo el amor que se le fue negado en su momento.

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