Rebecca despertó antes que el amanecer. El silencio de la casa era espeso, apenas interrumpido por el leve crujir de la madera bajo el viento matutino. Permaneció en la cama, los ojos fijos en el techo tallado de su habitación, escuchando la manera en que su corazón latía más rápido de lo que debería. El recuerdo del chupón y el labial se seguía reproduciendo como si se estuviera burlando de ella, se sentía molesta, tanto con ella como con Edgardo y cada día se volvía más difícil ignorar la presencia constante de él. Estaba en su mente, en su piel, incluso en sus sueños.
Desde su llegada a la mansión, Rebecca había aprendido que nada en ese lugar ocurría por accidente. Edgardo lo controlaba todo: las puertas, el personal, los horarios, incluso los silencios. Había algo en él que desafiaba cualquier lógica. No era solo su mirada intensa, ni su voz grave o su porte elegante. Era esa energía suya, esa forma en la que hacía sentir que todo le pertenecía, y que ella también lo hacía, pero no podía simplemente aceptarlo como si nada. Se levantó lentamente, cruzó el dormitorio en silencio y se colocó una bata de satén color vino que él mismo le había hecho llegar días atrás. Como cada mañana, encontró una bandeja servida sobre la mesa pequeña junto a la ventana: frutas frescas, café caliente, pan recién horneado. Todo dispuesto con esmero, como siempre. —¿Dormiste bien? —preguntó de pronto, una voz tras ella. Rebecca se giró con brusquedad. No lo había escuchado entrar. Edgardo estaba recostado contra el marco de la puerta, vestido con una camisa blanca desabotonada en el cuello y pantalones negros. Tenía el cabello ligeramente húmedo, como si acabara de salir de la ducha. Sus ojos grises estaban fijos en ella, y aunque su expresión era serena, en su mirada ardía algo más primitivo. Algo que a Rebecca le provocó un escalofrío. —¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó, cruzando los brazos. —El suficiente para verte dormir —respondió con calma, caminando hacia ella—. Pareces tranquila cuando sueñas. Me pregunto qué imágenes pasan por tu mente. —Eso no te incumbe —dijo Rebecca, dándose la vuelta para evitar su cercanía. Edgardo rió por lo bajo. —¿Aún sigues con eso? ¿Cuándo entenderás que me perteneces? Ella se giró con furia. —¡No soy tuya! No soy una propiedad, Edgardo. No puedes poseerme. Él se acercó más, hasta que estuvieron a centímetros de distancia. —Pero ya lo hago, no hace falta que lo aceptes ahora. Tu cuerpo me pertenece, eso ya lo sabes. Tu mente ha comenzado a pensarme mas de lo necesario; te miro, y sé que ya no me odias como antes, porque haz empezado a soñarme. Rebecca apretó los labios, en parte por rabia, en parte porque odiaba reconocer que, en lo profundo, había algo de verdad en sus palabras. Sí, soñaba con él. Lo deseaba en medio de su rechazo, y eso la confundía más que cualquier encierro. —Yo no soy un capricho que puedas controlar, Edgardo. No te lo permitiré —dijo, bajando la voz. Edgardo la tomó de la barbilla con suavidad, pero con firmeza la obligó a mirarlo. —No quiero controlarte, quiero que me des todo voluntariamente. Y te haré desear hacerlo, ya verás. Rebecca apartó la cara, enfadada consigo misma por el estremecimiento que le recorrió el cuerpo con el contacto. Ese hombre la confundía de una manera espeluznante. ♤♤♤♤ Aquel día transcurrió entre tensión contenida y miradas furtivas. Edgardo parecía disfrutar de la presencia de Rebecca. La invitó a almorzar en los jardines, donde el aroma de las flores no alcanzaba a disimular la carga emocional que flotaba entre ellos. Rebecca se mantenía a la defensiva, pero Edgardo la estudiaba con una paciencia oscura, como un cazador que sabe que su presa ya está acorralada. —¿Qué quieres de mí? —preguntó ella de pronto, cansada del juego. —Eso ya lo sabes, Rebecca —respondió, dejando su copa de vino en la mesa—. Quiero que seas mía en todos los sentidos. —Eso nunca va a pasar —espetó, mirándolo de manera desafiante. Edgardo sonrió, entusiasmado por tener este pequeño juego del gato y el ratón. Llegaría hasta donde Rebecca quiera llegar, dejaría que ella tomara las riendas del juego, para que cuando se cansara, él ya actuaría tomándola como suya. Tomó la copa de vino, y le sonrió a Rebecca con diversión. Este día estaba yendo demasiado bien para él, por lo que muy pronto debía llevar a cabo su plan, en donde todo sería aún más perfecto. Planificó todo bien, y muy meticulosamente, por lo qué cuando llegara la hora, Rebecca aprendería así sea por las malas a no desafiarlo con tanto libertinaje. ♤♤♤♤ Esa noche, Rebecca encontró su puerta cerrada con llave desde afuera. Golpeó con fuerza, sintiendo su sangre hervir. Había una sola persona en este maldito mundo que la quería encerrada, y ese era Edgardo. —¿¡Qué diablos haces, Edgardo!? ¡Abre la maldita puerta, imbécil! —exclamó Rebecca, sin dejar de golpear la puerta. —Hoy dormirás sola —susurró Edgardo, desde el otro lado—. Esto es una forma para que pienses que no puedes escapar de mí, ni de lo que estás empezando a sentir. —¡Estás loco! ¡Esto es enfermizo! —Tal vez tengas razón, pero está funcionando cómo lo planeé. El silencio cayó de nuevo, Rebecca se dejó caer contra la puerta, llena de rabia y de miedo. Porque, por primera vez, no estaba segura de querer escapar de ese hombre que decía querer poseerla. Y eso, precisamente, era lo más peligroso de todo. Edgardo volvió a entrar en la habitación pasada la madrugada, Rebecca se encontraba acostada en el suelo, casi chocando con la puerta y temblando por el frío. La tomó en sus brazos con delicadeza, y caminó hasta la amplia cama matrimonial que estaba en el medio. La dejó en ella con mucho cuidado, intentando no despertarla. Su mano acarició lentamente su mejilla, con temor a que se rompiera bajo su tacto. Depositó un suave beso en la frente de Rebecca, y se sentó en la silla a velar su sueño, mientras pensaba en que poco a poco iba cayendo más por ella. ♤♤♤♤ En un lugar lejos de ahí, Luis Morgan manejaba desesperado hacia su destino siendo seguido a la distancia por uno de los hombres de Edgardo. Cuando llegó, a lo que parecía una fábrica, bajó rápidamente del auto y entró. Dentro del lugar se encontraba un socio de Edgardo esperándolo. —¡Él la tiene! —gritó, dejando fluir su frustración. —No —espetó el hombre—, tú se la entregaste como un maldito cobarde. —¡Lo sé, y no sabes cuanto me arrepiento de hacerlo! —Luis caminaba de un lado a otro, pasándose la manos por su rostro desesperado. Ellas lo observaba en silencio, con unas enormes ganas de asesinarlo, pero lo necesitaba para llegar a Rebecca. —Te daré dinero para que hagas negocios con Edgardo, y así me traerás a Rebecca. Luis lo miró sorprendido, buscando algo que le indicara que estuviera mintiendo, pero no encontró nada. —Está bien, ¿qué debo hacer? —Elias sonrió con malicia, al fin tenía el poder suficiente para destruir a Edgardo y robar a la mujer que lo había hechizado. Solo era cuestión de tiempo para que todo saliera como lo había deseado.