Ser niñera nunca debió llevarla tan lejos… ni tan profundo. Tanya solo buscaba escapar de los ojos de su padrastro que la espiaban cada noche. Lo que no esperaba era terminar atrapada entre dos hombres que encarnan el deseo y el peligro. Viggo Thorne, un millonario frío, dominante y enigmático. Su mirada la consume, su presencia la desarma, y sus secretos oscuros la atraen como un imán que no puede resistir. Noah Thorne, su hijo. Un médico arrogante e irresistible. Deseado por todas, pero con una obsesión que solo tiene un nombre: Tanya. Padre e hijo. Ambos la desean. Ambos la provocan. Y ninguno está dispuesto a rendirse. Entre miradas que queman, caricias que la hacen temblar y promesas que podrían destruirla, Tanya se ve arrastrada a un triángulo peligroso, donde el deseo es tan devastador como el amor. Cuando el corazón se divide y la pasión estalla… ¿A quién elegirá? ¿Al hombre que puede protegerla… o al que puede hacerla arder?
Ler maisTANYA RHODES
Desperté con el corazón golpeándome el pecho, como si hubiera estado corriendo durante horas. Me tomó unos segundos darme cuenta de dónde estaba. La habitación era la misma de siempre: opresiva, húmeda, con las paredes manchadas de moho y el techo que crujía con cada ráfaga de viento.
Y entonces los vi. El motivo de mis pesadillas.
Esos malditos ojos.
Allí, en la parte rota de la puerta, donde la madera se había astillado hacía años y nadie se había molestado en reparar, porque no era conveniente, porque era un gasto innecesario, porque mi privacidad no era una prioridad, por el contrario, se había vuelto motivo de perversión.
Me observaban, fijos, brillando apenas con la luz del pasillo, como dos agujeros oscuros que se abrían hacia algo peor que el infierno.
Grité. Fue un grito ahogado, casi sin fuerza, más por reflejo que por esperanza. Me cubrí de inmediato con la colcha, como si ese pedazo de tela pudiera protegerme de él.
Había dejado de tenerle miedo al monstruo de debajo de la cama, pero ahora tenía miedo del monstruo del otro lado de mi puerta.
Volví a mirar. Bajando lentamente la colcha, con miedo.
Ya no estaban esos malditos ojos, pero el vacío que dejaron fue peor. Sentía su mirada aún clavada en mi piel. El miedo no se iba, nunca se iba. Y no era una ilusión. Sabía perfectamente de quién eran esos iris que brillaban en la noche como los de un animal.
Desde que tenía catorce años y mi madre me llevó a vivir con ese hombre, con su nuevo esposo, comencé a sentirlos. Me espiaba. Me acechaba. Me analizaba cuando pensaba que nadie lo veía, y entre más crecía, su insistencia también.
No dormía, no podía. Me pasaba las noches con los ojos abiertos, escuchando cualquier ruido, esperando que no se atreviera a entrar. A veces soñaba que lo hacía. Soñaba que se deslizaba en mi cama, que me arrancaba la voz, que me tocaba y tomaba de mí lo que por tanto tiempo había ambicionado sin que yo pudiera hacer algo para detenerlo, solo me quedaba llorar y esperar a que todo pasara.
Despertaba empapada en sudor y con el estómago revuelto, tanto que, a veces, terminaba en el baño vomitando, aunque no hubiera nada que sacar, pero lo peor no era el miedo. Era la certeza de que a nadie le importaba.
Mi madre… mi madre me miraba como si yo fuera el problema. Como si todo lo que ocurría fuera mi culpa. Me acusaba con los ojos. Me insultaba con el silencio. Y cuando hablaba… era aún peor.
—Mamá, por favor, ya no quiero vivir aquí, me da miedo… —dije entre sollozos cuando había cumplido 16. ¡Ya había soportado dos años y pensaba que era demasiado! Que ilusa fui.
Mi deseo para apagar las velas de un pastel que nunca llegó era no volver a ver a su esposo, que ella abriera los ojos y se diera cuenta del monstruo con el que había reemplazado a mi difunto padre.
—Lo provocas —me contestó con rencor, como si en verdad creyera que yo era la única culpable—. Lo miras con esa cara… no te hagas la inocente.
Me quedé congelada, porque no reconocí a la mujer que me había amado y criado. Cuando vendió la casa donde crecí, la misma que papá había dejado para nosotras, para nuestra protección, pensé que tenía razón, que había demasiados recuerdos en ella. Cuando empezó a salir con su ahora esposo, acepté que tenía que rehacer su vida, dejar de llorarle a un muerto y volver a encontrar el amor.
Pensé que su silencio y apatía dolían, pero me dolió mil veces más cuando abrió la boca solo para ponerse de su lado.
—Pero… mamá… yo no… yo me porto bien… yo… —supliqué con los ojos llorosos y la voz quebrada, estirando mis manos hacia ella, esperando un abrazo que me negó.
No quería aceptar que estaba en ese infierno sola, que nadie me tendería la mano, que a nadie le interesaba cada paso que ese monstruo daba hacia mí, ni siquiera a mi propia madre.
—No puedo creer que seas capaz de ensuciar la imagen de Fabián, que te ha dado todo, que se ha comportado como un padre después de que el tuyo te abandonó —sentenció molesta, con los dientes apretados.
—Papá no me abandonó, murió. Tú eres quien me está abandonando, mamá. —Nunca esperé que pasara de las palabras a los golpes tan rápido, pero así sucedió, su mano terminó en mi mejilla, dándome una bofetada tan fuerte que me torció el rostro y casi me hizo caer si no me hubiera apoyado contra la pared.
—¡Eres una malagradecida! —gritó indignada, pero las lágrimas en sus ojos delataban que sabía muy bien lo que estaba pasando y no le importaba—. ¡No quiero que vuelvas a hablar mal de Fabián! Si no puedes quererlo como a un padre, ¡bien!, pero por lo menos respétalo.
A partir de ese día dejó de abrazarme y de hablarme con cariño. A veces parecía que deseaba borrarme de su vida. Y yo, que antes la amaba como a nadie, empecé a odiarla un poco más con cada día que pasaba.
La luz del día entró sin aviso por la ventana, cauterizando mis pupilas. Después de haber visto a mi padrastro esa noche espiándome, no volví a pegar los párpados. Siempre era así, no podía dejar de darle vueltas a todo, a cuestionarme si las cosas pudieron ser diferentes, si de alguna forma todo fue mi culpa, o tal vez solo era mi cuerpo en modo supervivencia, sabiendo que mientras estuviera despierta, nada malo podía pasarme.
Giré la cabeza hacia el calendario pegado con cinta a la pared. 30 de julio. Mi cumpleaños número dieciocho, y no me pasó desapercibida la broma.
—Cuidado, cuando cumplas 18 años por fin serás «legal» —había dicho mi padrastro el día anterior cuando mi madre tocó el tema durante la cena que, como todas las anteriores desde que fingíamos ser una familia, solo era un momento incómodo en el que hablaba lo menos posible.
Ahora no podía sacarme esa frase de la cabeza, como una amenaza velada.
TANYA RHODESMe quité los pantalones con torpeza, casi cayéndome, mientras giraba la llave de la regadera. El agua fría comenzó a caer a mis pies, salpicándolos, y mi ansiedad aumentó. Me arranqué la blusa antes de ponerme bajo el agua. Comencé a tiritar mientras me abrazaba a mí misma, podía imaginarme el vapor que desprendía mi cuerpo al contacto con el agua fría y, aun así, no era suficiente. Mi corazón estaba atragantándose con mi propia sangre, cada vez le costaba más latir. Desesperada me quité el brasier, rasguñándome la piel en el proceso, mis manos temblorosas no ayudaban. Entonces volteé hacia la puerta del baño, estaba abierta y él estaba ahí, viéndome en completo silencio.—Lo siento, escuché ruido y me preocupé —dijo Noah no muy convincente. Sus ojos cada vez estaban más negros por la excitación y la lujuria que comenzaba a hervir en su sangre—. ¿Estás bien? Me abracé a mí misma, cubriéndome los pechos, mientras esperaba a que todo explotara. Solo faltaba un mínimo mov
TANYA RHODESVi acercarse ese par de ojos azules, curiosos y desconfiados, intentó tomarme del brazo, pero apenas su piel rozó la mía, todo explotó dentro de mí. Sentí un escalofrío que me sacudió los músculos. La vergüenza me atravesó como un rayo. Quise soltarme, gritarle, pero no tenía fuerzas. Sabía lo que me estaba pasando. Sabía que estaba drogada y que estaba perdiendo el control de mí misma. No tenía sentido seguir negándolo.No era debilidad. No era estrés. No era ansiedad. Era un maldito efecto químico que me estaba robando el control de mi cuerpo. No quería que él pensara mal de mí. No quería que nadie lo hiciera y, sin embargo, en ese momento, ya no podía seguir fingiendo. No podía hacer esto sola.Levanté el rostro. Mis ojos debían verse desesperados, húmedos… suplicantes.—Por favor… —Tragué saliva con dificultad, buscando las palabras indicadas—. ¿Puedes… puedes hacerme un favor?Su expresión cambió de curiosidad a cautela.—¿Qué necesitas? —Se hincó ante mí, observánd
TANYA RHODESÉl se giró por completo, frunciendo el ceño al verme tan pálida, tan descompuesta, pero su expresión no fue de rechazo, ni de fastidio. Fue curiosidad.—Allí, en esa habitación, hay uno —dijo señalando con la cabeza.Corrí y, literalmente apenas crucé la puerta, vomité en el lavabo. No sabía si era el pastel, el hambre o la tensión acumulada, pero cuando terminé, y me enjuagué la boca con agua fría, algo peor empezó a suceder.Mi cuerpo ardía. Sentía las mejillas enrojecidas, la piel más caliente de lo normal. El pulso acelerado. El corazón golpeando con fuerza en mi pecho.Me apoyé contra la pared de mármol. Respiré hondo. Otra vez. Otra más. Y entonces lo supe. El pastel. Ese maldito pastel.—No… —susurré, temblando—. Me hizo algo.El sudor comenzó a resbalarme por la frente. Me quité la chaqueta empapada. Sentía los brazos temblorosos. La boca seca. Estaba a punto de desmayarme o de perder el control de mí misma.Y al otro lado de la puerta, él seguía ahí. Esperando.
TANYA RHODESLas gotas seguían golpeándome, pesadas como piedras. Mis zapatos hacían ese sonido pegajoso de la tela húmeda, pero por lo menos el estómago ya no me gruñía. —¿Está consciente de la hora que es? —preguntó la mujer del otro lado de la línea, se escuchaba cansada. Levanté la mirada hacia el cielo oscuro y lluvioso, y resoplé.—Yo sé… pero… en verdad estoy muy interesada en el trabajo —insistí. Prefería pasar toda la noche buscando trabajo que regresar a casa. Para empeorar las cosas comenzaba a sentirme extraña. Posé mi mano en la frente y la sentí caliente. El silencio se hizo tan profundo en la línea que temí que la llamada se hubiera cortado. Entonces por fin la mujer contestó:—¿Tienes dónde apuntar? Te daré la dirección… pero tienes 30 minutos para llegar. No te esperaremos ni un minuto más.Con torpeza me hice con un pedazo de papel y una pluma del interior de mi mochila y anoté cada palabra con emoción. Con la poca batería que le quedaba a mi teléfono, puse la dir
TANYA RHODESLos pies me dolían, podía apostar que ya estaban ampollados mientras seguía caminando bajo un cielo que parecía tan decepcionado como yo. Las nubes grises y pesadas estallaron sin aviso. En segundos la lluvia me empapó de pies a cabeza. Corrí hasta un tejado oxidado que sobresalía de una tienda cerrada, jadeando, mientras sacaba mi currículum doblado de la mochila y lo metía en una bolsa de plástico con manos torpes.—Feliz cumpleaños, Tanya —me dije a mí misma con amargura al ver una vez más mi carta de aceptación. Solo tenía unos días para la inscripción y ya me sentía derrotada. Tan cerca y tan lejos de lo que tanto había querido. Desde que mi padre enfermó, entró en mi cabeza, como una obsesión, estudiar medicina. De alguna manera pensaba que tal vez, si me esforzaba lo suficiente, yo sería capaz de salvar a la gente que moría de la misma manera que él, que encontraría la forma de que los tratamientos fueran más accesibles, sin importar el nivel económico. Esa era mi
TANYA RHODES—Busca trabajo y olvídate de la universidad —sentenció mi madre con ambas manos en su abdomen abultado, acariciándolo como si dentro llevara un tesoro—. En cuanto mi bebé nazca, tendrás que comenzar a aportar dinero, se acabó, ya no te vamos a mantener. Se te terminó la suerte. ¿Suerte? ¿En verdad estaba hablando de suerte?—Será difícil perder la buena vida que me han dado hasta ahora —dije con una sonrisa y los dientes apretados, mientras dejaba que las lágrimas cayeran por mis ojos. —Cuida tu lengua, señorita —agregó mi madre y su postura se volvió de protección hacia su vientre, como si creyera que mis palabras podrían arrancarle a su preciado bebé—. Tu hermano no se merece tu ironía. Ni siquiera nace y ya comienzas a hacerle daño. ¿Cuándo crié a una hija tan malvada?»Recuerda que cualquier coraje puede afectar a tu hermano. Así que, por primera vez en todo este tiempo, piensa en alguien más que no seas tú —agregó escudándose detrás de su embarazo.«Hermano», pensé
Último capítulo