TANYA RHODES
Como siempre mi madre había prometido pastel y regalos, tal vez una salida al centro comercial para comprarme algo lindo, pero sabía que eso no sucedería. Como cada año nadie lo iba a recordar. Nadie lo mencionaría. En esta casa, los cumpleaños no existían. Al menos no los míos, pero la mirada insistente de mi padrastro me decía que eso estaba a punto de cambiar y que ese sería especial, por lo menos para él.
Me levanté con lentitud de la cama. Ya estaba acostumbrada a sentirme apaleada y con sueño, ese era mi día a día, más desde que sus visitas se volvieron constantes. En cuanto mi madre se embarazó de su primer hijo fue como si su curiosidad por verme dormir aumentara.
El piso de madera crujía bajo mis pies descalzos. Fui hasta el armario y saqué la misma ropa de siempre: blusa de manga larga y jeans viejos que me cubrían hasta los tobillos. Aunque fuera verano. Aunque me estuviera derritiendo. Prefería sudar antes que sentir sus ojos en mi piel.
Había dejado atrás las blusas de tirantes, los shorts, los escotes, creyendo que mi madre tenía razón, que todo era mi culpa por vestirme así, que yo era quien lo provocaba. Lo peor de todo es que pensé que las cosas cambiarían como por arte de magia y que dejaría de verme con ese deseo perverso.
Salí de la habitación como siempre, arrastrando los pies y con la mirada clavada en el piso. Era curioso como años de acoso y violencia podían transformar a una niña llena de alegría y sueños a una adulta que vivía escondiéndose en la penumbra. Mientras otras chicas de mi edad se morían por ser vistas, yo prefería que nadie me notara.
Llegué hasta la cocina y ahí estaba mi madre, con su panza enorme y la misma expresión amarga de siempre. Me miró como si mi existencia fuera un error que se negaba a corregirse. Un fracaso que le avergonzaba.
—Tenemos que hablar, Tanya —dijo con firmeza. Se acercó y estiró su mano para recoger un mechón de cabello que se me había escapado de la coleta, pero estando a centímetros se detuvo y regresó. ¿Cuándo había sido la última vez que habíamos tenido contacto? Ni una caricia, ni un beso, ni un abrazo—. Hoy tengo la revisión prenatal.
—¿Quieres que te acompañe? —pregunté con media sonrisa y sin hacer contacto visual. Ya sabía la respuesta.
—No, no es eso… me acompañará tu padre —dijo evitando también mi mirada. Abrí la boca, lista para decir lo mismo de siempre: él no es mi padre, pero de inmediato la cerré, porque sabía que era una discusión de nunca acabar—. Me refiero a que, también hoy cumples 18 y tu hermano está cerca de nacer.
—Vaya, lo recordaste —la interrumpí con ironía mientras tomaba un vaso y me servía algo de leche.
—Sí, lo recordé, siempre recuerdo tus cumpleaños. —Si no era una mentirosa, entonces era algo peor, porque recordaba, pero decidía por iniciativa propia ni siquiera felicitarme—. Ahora que tienes 18, creo que deberías ir buscando trabajo.
Entonces volteé hacia ella, sin siquiera poder darle un trago a mi vaso.
—¿Qué hay de la universidad de medicina? —pregunté esperando que recordara—. No puedo trabajar, eso me quitaría mucho tiempo y…
—Nosotros no podemos pagarte la universidad, Tanya, lo sabes —contestó mi madre con firmeza, comenzando a molestarse—. No entrarás a esa universidad. Es muy cara y aquí hay muchos gastos. Cuando nazca tu hermano, necesitaremos aún más dinero.
—Entraré a la universidad con el fideicomiso que mi padre dejó para mis estudios —respondí frunciendo el ceño en cuanto su semblante se volvió nervioso y desvió, no solo la mirada, sino todo el rostro—. Hoy cumplo 18 años, hoy puedo disponer de ese dinero…
—No hay dinero… —agregó fingiéndose la fuerte, la que tenía control sobre la situación mientras que yo sentía que el alma se me hacía pedazos.
—¿Cómo? —pregunté casi sin voz, sintiendo que me atragantaba con mi propia saliva.
—Ya te dije, hay muchos gastos que cubrir. Durante años he estado agarrando de ese dinero para poder solventar tus necesidades, pero ya se acabó —se justificó con una dignidad que no le correspondía, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.
—¿Se acabó? —repetí sin poder creer que mi madre fuera tan cruel.
—Yo era la responsable de ese dinero hasta que crecieras. Tu padre sabía que yo lo usaría de la mejor manera —agregó como si fuera un privilegio para mí que ella hubiera gastado mi futuro.
—¿Te gastaste todo el dinero en… «mis necesidades»? —pregunté indignada, apenas en un susurro—. No tengo ropa nueva, no tengo una computadora portátil, no tengo un teléfono de gama alta, mucho menos un auto. ¿De qué necesidades hablas que justifiquen haberte gastado todo ese dinero en tan poco tiempo?
—No te atrevas a hablarme así —respondió con firmeza. Su voz no temblaba y sus ojos permanecieron fijos. Ya no había culpa ni vergüenza, solo orgullo—. Hice lo mejor para todos, aunque te cueste aceptarlo.
—¿Lo mejor para todos o lo mejor para él? —pregunté torciendo los ojos, temiendo que ya no había manera de recuperar ese dinero y con eso mi futuro estaba condenado.
¿Cuánto de mi dinero había terminado siendo gastando en mi padrastro, en alcohol e incluso alguna que otra amante que él tuviera? Apreté mis puños con tanta fuerza que mis uñas cortaron mi piel. No podía con el dolor y la frustración, las lágrimas se formaron en mis párpados, pero no dejé que ningún sollozo saliera de mi boca.
Lo que más dolía era pensar que el esfuerzo y trabajo duro de mi padre había terminado en los bolsillos del imbécil y parásito de mi padrastro.