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Capítulo 6: Pastel envenenado

TANYA RHODES

Él se giró por completo, frunciendo el ceño al verme tan pálida, tan descompuesta, pero su expresión no fue de rechazo, ni de fastidio. Fue curiosidad.

—Allí, en esa habitación, hay uno —dijo señalando con la cabeza.

Corrí y, literalmente apenas crucé la puerta, vomité en el lavabo. No sabía si era el pastel, el hambre o la tensión acumulada, pero cuando terminé, y me enjuagué la boca con agua fría, algo peor empezó a suceder.

Mi cuerpo ardía. Sentía las mejillas enrojecidas, la piel más caliente de lo normal. El pulso acelerado. El corazón golpeando con fuerza en mi pecho.

Me apoyé contra la pared de mármol. Respiré hondo. Otra vez. Otra más. 

Y entonces lo supe. El pastel. Ese maldito pastel.

—No… —susurré, temblando—. Me hizo algo.

El sudor comenzó a resbalarme por la frente. Me quité la chaqueta empapada. Sentía los brazos temblorosos. La boca seca. Estaba a punto de desmayarme o de perder el control de mí misma.

Y al otro lado de la puerta, él seguía ahí. Esperando.

—¿Estás bien? —preguntó, de seguro pensando que había dejado entrar a su casa a una vagabunda drogadicta. 

El agua del lavabo no ayudó, por más que me salpicara el rostro o me apoyara contra la fría pared de mármol, la sensación solo empeoraba. Mi cuerpo no me pertenecía. El calor era antinatural, sofocante, como si tuviera fiebre, pero sin dolor. Mis mejillas ardían, y el latido de mi corazón retumbaba en mis oídos como tambores de guerra.

«Algo está mal», pensé. «Algo está muy, muy mal».

No podía dejar que él lo notara. Apenas lo conocía y ni siquiera sabía si podía confiar en él, pero si me desmayaba ahí, si me derrumbaba, si él veía el estado en el que estaba, entonces no tenía escapatoria. No podía parecer débil. No otra vez. 

Me obligué a salir del baño. Me tambaleé un poco, pero respiré hondo, clavé las uñas en mi palma y me obligué a sonreír cuando lo vi allí, aún en la sala, de pie con las manos en los bolsillos.

Dios… se veía aún más guapo.

Cabello negro, alborotado con elegancia. Ojos de un azul oscuro y despejado, como zambullirse en el mar, y una voz profunda que me atravesó la piel cuando preguntó:

—¿Necesitas a un doctor? —No me pasó desapercibida su sonrisa arrogante, como si la pregunta tuviera alguna trampa.

—No, no será necesario —mentí—. Perdón… fue solo el estómago vacío. No desayuné.

Lo dije sin presión, pero noté cómo sus ojos me recorrían con una mezcla extraña de curiosidad y cautela. No era un hombre ingenuo, y yo simplemente no podía sostener mis palabras cuando en realidad me veía asquerosamente horrible. Empapada, con fiebre, recién vomitada. Ni siquiera quería verme en el espejo.

—¿Estás segura? —Se acercó y sus dedos se posaron en mi brazo, sacudiéndome por dentro. El calor en mi cuerpo volvió a subir, más rápido, más profundo, mientras que me costaba respirar, como si el aire se hubiera vuelto más denso.

Tuve que distraerme. Tenía que hablar. Pensar. Fingir normalidad.

—Entonces… señor, ¿dónde dice que está su hijo? —retomé la plática intentando sonreír, mientras ponía distancia entre los dos. Su cercanía me enloquecía y alejarme era la única manera de no terminar de perder la cordura.

—¿Hijo? —Se echó a reír, con una carcajada limpia, que contrastaba brutalmente con el caos que hervía dentro de mí—. Solo tengo veintitrés años. Ya te dije, no tengo hijos, ni quiero tenerlos.

—¿Qué…? Pero pensé que necesitaban de una… niñera… —No entendía nada. Recordé la plática de esas dos mujeres. Nada me cuadraba. ¿Me habían dado el número equivocado? 

—No era para cuidar a un niño. Era para cuidar a mi padre —contestó con suficiencia, cruzándose de brazos y arqueando una ceja—. Espero que no tenga problemas con eso.

—Oh… Lo siento —respondí, confundida y avergonzada a partes iguales. ¿Qué tan difícil podía ser cuidar de un hombre anciano?—. Yo… supongo que no hay ningún problema…

—Bien, eso es lo que quería escuchar —contestó y su tono de voz me hacía creer que aún no confiaba en mi compromiso y mis deseos de obtener el trabajo. No me importaba cuidar a un viejito y podía salirme de esa maldita casa cuanto antes—. Lo llamaré para que se conozcan.

Dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Apenas lo hizo, sentí que mis piernas temblaban. Me derrumbé sobre la silla más cercana.

El calor se había vuelto insoportable. La ropa me pesaba. Sentía un cosquilleo extraño bajo la piel, y lo peor era la humedad. Esa humedad entre mis piernas. Ese deseo que jamás en mi vida había sentido. Me estaba consumiendo, envenenando, no sabía por cuánto tiempo podría controlarlo, o si habría manera de hacerlo. Era tan intenso que mi cuerpo comenzaba a doler.

¿Qué me hiciste, Fabián? Porque si, él era el culpable. Recordé su sonrisa al darme el pastel. Su mirada. ¡Maldito enfermo! Esto era lo que quería, pero de seguro no contaba con que saldría de casa. 

De nuevo sus palabras me daban vueltas en la cabeza. «Ahora eres “legal”», había dicho con sorna, cantando una victoria anticipada y yo, como una tonta caí, porque pese a todo no pensé que fuera capaz de algo tan atroz, porque en el fondo no medí los riesgos. 

Me quise levantar, pero mis rodillas no respondieron y terminé hincada sobre la suave y costosa alfombra, mojándola con mis ropas, mientras que la idea de quedarme ahí dormida parecía tentadora. Las manos me temblaban y no tenía la fuerza suficiente para levantarme. Justo cuando pensé que me desmayaría, la puerta se abrió otra vez.

Era él, el hombre atractivo que me había recibido empujaba la silla de ruedas con gentileza y respeto, y en ella un hombre, pero… no era lo que esperaba. Parecía que apenas estaba alcanzando los 40’s, su gesto era serio y sus cabellos negros no estaban desordenados como los de su hijo, por el contrario, estaban perfectamente peinados hacia atrás. Lucía una barba recortada y unos ojos grises profundos que me hicieron tragar saliva. 

—¡Señorita! ¿Está bien? —preguntó el hijo sorprendido de verme en el piso. Su coquetería parecía limitarse cuando estaba su padre presente, y yo… yo estaba cautiva por esa mirada gris. 

El calor de mi cuerpo y mi piel erizada pasaron a segundo plano. Estaba hipnotizada por ese gesto de hierro que imponía respeto. La silla de ruedas no le quitaba la manera en la que se imponía con solo su presencia. 

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