TANYA RHODES
—Busca trabajo y olvídate de la universidad —sentenció mi madre con ambas manos en su abdomen abultado, acariciándolo como si dentro llevara un tesoro—. En cuanto mi bebé nazca, tendrás que comenzar a aportar dinero, se acabó, ya no te vamos a mantener. Se te terminó la suerte.
¿Suerte? ¿En verdad estaba hablando de suerte?
—Será difícil perder la buena vida que me han dado hasta ahora —dije con una sonrisa y los dientes apretados, mientras dejaba que las lágrimas cayeran por mis ojos.
—Cuida tu lengua, señorita —agregó mi madre y su postura se volvió de protección hacia su vientre, como si creyera que mis palabras podrían arrancarle a su preciado bebé—. Tu hermano no se merece tu ironía. Ni siquiera nace y ya comienzas a hacerle daño. ¿Cuándo crié a una hija tan malvada?
»Recuerda que cualquier coraje puede afectar a tu hermano. Así que, por primera vez en todo este tiempo, piensa en alguien más que no seas tú —agregó escudándose detrás de su embarazo.
«Hermano», pensé con burla, no porque tuviera algo contra ese bebé, más bien porque sabía la verdad. El médico había sido claro: era una niña, pero mi madre se aferraba a esa mentira como si de eso dependiera su propia vida. Tal vez sí. Tal vez pensaba que un hijo varón haría que Fabián se quedara. Que la amara como ella deseaba. Un varón era lo que él quería con ansias y ella deseaba satisfacerlo, pero yo sabía que no era así, que las cosas no funcionaban como ella creía.
Él no se iría. No mientras yo estuviera en esta casa, y eso era lo peor. No se quedaba por mamá, mucho menos por el niño.
—No te preocupes —dije con voz baja y amarga—. Estoy deseando irme para siempre y así aliviar tu carga.
No me respondió. Ni siquiera frunció el ceño. Fue como si no me hubiera escuchado, o simplemente no le importara. Solo salió por la puerta, torpe, sujetándose la panza de manera protectora.
Esperé unos segundos, hasta que estuve completamente sola. Entonces respiré. Una bocanada densa, áspera, pero al menos era solo mía.
Regresé a mi cuarto. La puerta seguía rota. Nunca la repararían ni me dejarían hacerlo. Me acerqué al espejo del tocador. El cristal estaba agrietado y mi reflejo parecía dividido en mil versiones de mí misma. Todas cansadas. Todas viejas antes de tiempo.
Ya no parecía una adolescente. No del todo. Mi mirada era la de alguien que había aprendido a sobrevivir a fuerza de callarse.
Aún tenía escondida en mi mochila la única luz que me quedaba: una carta de aceptación a la universidad. Ahora parecía un sueño distante que de solo pensarlo dolía. Si tan solo mi madre hubiera respetado el último deseo de mi padre, ya estaría empacando mis cosas, lista para irme de sus vidas.
Entonces, lo oí, un sonido detrás de mí, un crujido suave. El aire se volvió más denso. Mis músculos se tensaron. Y antes de que pudiera girarme, sentí su aliento cerca de mi cuello. Su voz.
—Feliz cumpleaños, princesa.
De un brinco me alejé con el corazón latiendo en mi garganta, mientras que Fabián mantenía su mirada fija en mí, como cada noche.
—No quise asustarte —dijo con media sonrisa, aunque en el fondo le encantaba hacerlo, lo hacía sentir poderoso—. Te traje algo pequeño. Sé que no hemos tenido la mejor relación de padrastro e hijastra, pero en verdad deseo poder cambiar eso.
Cuando bajé la mirada me encontré con una rebanada de pastel de chocolate con una pequeña vela prendida.
—Anda, pide un deseo —insistió levantando el pastel hacia mí. Mi piel se erizó, pero sabía que, cualquier menosprecio hacia él, significaría más problemas con mi madre. Me acerqué con cautela y me incliné lentamente hacia la vela, soplando lo suficiente para apagarla y haciendo su sonrisa más grande—. Felicidades, Tanya.
Dejó el pedazo de pastel en el tocador antes de acercarse y abrazarme. Por reflejo retrocedí y al darse cuenta, se detuvo, pero sin dejar de sonreír.
—¿Sabes? Yo también pedí un deseo… —susurró antes de suspirar—, y espero que se cumpla.
Nos quedamos en completo silencio, viéndonos fijamente, mientras yo procesaba sus palabras.
—¡¿Qué estás haciendo?! —exclamó mi madre asomándose a mi habitación—. ¿Todavía sigues aquí? ¡Deberías de estar buscando trabajo!
—Cariño, es mi culpa —dijo Fabián por fin volteando hacia ella—. Solo quise tener un pequeño detalle por su cumpleaños.
—¡Como si se lo mereciera! —sentenció mi madre cruzándose de brazos. Entonces lo entendí, estaba celosa—. Tanya, si no regresas a casa con un empleo te juro que no habrá cena para ti.
—¿Estás hablando en serio? ¿Planeas dejarme sin comer? —pregunté sorprendida e indignada.
—A veces en la vida se necesita tener hambre, frío y miedo para abrir los ojos y comenzar a avanzar, para salir de tu zona de «confort» —agregó como si me estuviera dando una valiosa lección.
—Como el miedo no ha sido suficiente, ahora planeas hacerme pasar hambre… ¡genial! —Torcí los ojos antes de tomar mi mochila y colgarla en mi hombro.
—No pongas a prueba mi paciencia, Tanya —agregó antes de alejarse, tomando de la mano a su marido, llevándoselo con ella.
Cuando estaba a punto de rebasar la puerta, me detuve y eché un vistazo atrás. El pastel parecía juzgarme. Si las amenazas de mi madre eran ciertas y mi pronóstico de conseguir empleo era malo, ese pastel podría ser lo único que comiera en el día.
Lo tomé con cuidado, lo vi de cerca, buscando algo extraño, diferente, pero parecía inofensivo.
—Solo si es necesario… Solo si no aguanto el hambre —dije como una promesa antes de cerrar la pequeña cajita en la que venía la rebanada y meterla a mi mochila también.
¿Cómo podía confiar en algo que me había dado ese maldito hombre? ¿Cómo podía ser tan tonta para siquiera pensar en probar ese pastel? Bueno… dicen que el hambre es canija, pero más el que la aguanta. Así que estaba dispuesta a arriesgarme. ¿Qué era lo peor que me podía pasar? Terminar en un hospital, ¿no?