Me casé con él pensando que el tiempo y mi amor podrían cambiarlo. Pero nuestro matrimonio, lejos de ser un cuento de hadas, se convirtió en una tormenta interminable. Su indiferencia y los constantes desacuerdos eran solo el principio de un dolor más profundo. Intenté ganarme su corazón, luché contra su rechazo, hasta que finalmente descubrí la verdad que lo explicaba todo: su amante. Nunca fui más que una pieza en un juego familiar, un contrato que sellaba su destino para obtener una herencia. Compartimos la misma cama un par de veces, pero nunca el alma. Y ahora, mientras me pide el divorcio, debo decidir si me derrumbo o si encuentro en esta traición la fuerza para continuar sola.
Leer másCuatro meses después, el hospital estaba cargado de nervios y esperanza. Michael caminaba de un lado al otro en la sala de espera, incapaz de quedarse quieto. Su corazón latía desbocado con cada grito ahogado que escuchaba desde el interior del cuarto de partos. La madre de Cecilia estaba con ella, tomándole la mano y dándole fuerza en aquel momento decisivo.Nicolás se acercó a su hermano y le dio unas palmaditas firmes en la espalda.—Habrá un integrante más en la familia —dijo con una sonrisa sincera—. Somos afortunados, ¿no lo crees? Estamos con las personas que amamos, y somos felices.Michael respiró hondo, intentando calmarse.—Demasiado afortunados —contestó, aunque la voz le temblaba por la emoción contenida.Hellen, que se encontraba a un lado de Nicolás, no podía ocultar su nerviosismo. Entrecruzaba las manos una y otra vez, apretándolas contra su pecho como si así pudiera contener la ansiedad. Entonces, el sonido más esperado llenó los pasillos del hospital: el llanto fuer
Nicolás se recuperaba cada día un poco más. Su cuerpo aún resentía el mes en coma, pero su espíritu estaba más fuerte que nunca. Michael se había encargado de la empresa sin dudarlo, dándole a su hermano el espacio que necesitaba para sanar. Aunque al principio Nicolás se negaba a quedarse en casa, deseando retomar su lugar en la compañía, Hellen había sido clara y firme.—Te quedas en casa, Nicolás. No voy a discutirlo.Él no pudo replicarle. Sabía que tenía razón. Y verla tan decidida, tan protectora, solo aumentaba el respeto y amor que sentía por ella. Por primera vez en mucho tiempo, aceptó la idea de que cuidarlo también era una manera de amar.Aquella tarde no era una cualquiera: se celebraba la boda de Cecilia y Michael. La mansión Lancaster estaba transformada en un palacio de ensueño. Flores blancas adornaban cada rincón, candelabros relucientes colgaban de los techos y un largo camino de alfombra color marfil llevaba al altar preparado en el jardín. Invitados de todas parte
Marcel apretaba los puños con tanta fuerza que sus nudillos parecían querer romperse. La noticia había caído sobre él como un balde de agua helada. Su esposa… Tatiana. Muerta. No en un accidente, no por enfermedad, sino asesinada cruelmente por las manos de los Lancaster.La rabia y el dolor se mezclaban en un torbellino insoportable dentro de su pecho. El aire se le escapaba de los pulmones como si hubiera recibido un golpe directo en el estómago. Se llevó ambas manos a la cara, queriendo esconder su desgracia, pero las lágrimas brotaron sin piedad. Él, que había derramado sangre sin temblar, que había humillado a otros y destrozado familias, ahora lloraba como un niño desamparado.Un grito ahogado se escapó de su garganta, desgarrador, resonando en los fríos muros de aquella maldita celda que lo mantenía prisionero.—¡Malditos! —rugió golpeando la pared con el puño, hasta que la sangre manchó la piedra áspera—. ¡Hellen! —su voz tembló, quebrándose en un lamento lleno de ira y dolor—
El pasillo del hospital estaba silencioso, solo se escuchaba el eco de los pasos y el zumbido lejano de las luces fluorescentes. Pero de repente, ese silencio se convirtió en un campo de batalla. Hellen sostenía la muñeca de Tatiana en el aire, el filo de la navaja brillando a centímetros de su rostro. El sudor resbalaba por su frente, sus brazos temblaban del esfuerzo. Podía sentir el filo cortando el aire, tan cerca que cada segundo parecía eterno.—¿Por qué no aceptas tu error, Tatiana? —gimió Hellen, apretando los dientes—. ¡Detente, aún puedes parar!Los ojos de Tatiana se abrieron con un destello de locura.—¡Jamás! —vociferó, la voz rota por el odio—. ¡Te quiero muerta, Hellen, muerta! ¿Acaso no lo entiendes? ¡Si yo me hundo, tú te hundes conmigo!Con un grito ahogado, Hellen reunió todas sus fuerzas y empujó el brazo de su atacante hacia un lado, desviando la navaja. Luego, sin pensarlo, le propinó un golpe certero en el rostro. El impacto resonó en el pasillo. Tatiana se tam
Hellen estaba sentada en el sofá, con una sonrisa tranquila en el rostro, mientras observaba a los pequeños revoltosos que apenas habían empezado a caminar. Sus pasitos torpes y cortos retumbaban sobre el suelo del jardín, arrancando carcajadas que llenaban de vida la casa. El aire fresco de la mañana agitaba suavemente las cortinas y dejaba entrar el aroma de las flores, convirtiendo el ambiente en un remanso de paz.Cecilia, siempre atenta, cuidaba de Nicolás en su ausencia, lo que le daba a Hellen un poco de respiro para disfrutar de aquellos momentos únicos. Al ver a los niños reír y tropezar sin miedo, sintió que su corazón se llenaba de un calor indescriptible. No había mayor dicha que contemplar a sus pequeños descubrir el mundo, con esa inocencia que solo la infancia podía regalar.Su padre, que nunca se perdía una oportunidad de guardar recuerdos, sostenía la cámara y disparaba sin descanso. —¡Eso, miren al abuelo! — exclamó con entusiasmo, logrando que los niños volvieran su
Los días se arrastraban como si el tiempo hubiera perdido la prisa. Cada amanecer era idéntico al anterior para Hellen: el sonido constante de los monitores, el olor a desinfectante y el suave pitido que marcaba el pulso de Nicolás. Afuera, el mundo seguía su curso, pero para ella todo giraba en torno a esa habitación.Michael se había hecho cargo de la empresa sin titubear. Los padres de Hellen cuidaban de los trillizos, asegurándose de que nada les faltara. Cecilia, siempre fiel, aparecía cada día sin falta, llevando ropa limpia para Hellen, comida caliente y noticias frescas de la casa.Hellen se negaba a dejar solo a su esposo. No importaba cuántas veces le dijeran que debía descansar, que necesitaba cuidar de su salud; para ella, el matrimonio era un compromiso absoluto: en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. Y, sobre todo, sentía que le debía la vida.Aquella tarde, la luz del sol entraba suavemente por la ventana, pintando la habitación de un tono dorado.
Último capítulo