De regreso

Marcel apretaba los puños con tanta fuerza que sus nudillos parecían querer romperse. La noticia había caído sobre él como un balde de agua helada. Su esposa… Tatiana. Muerta. No en un accidente, no por enfermedad, sino asesinada cruelmente por las manos de los Lancaster.

La rabia y el dolor se mezclaban en un torbellino insoportable dentro de su pecho. El aire se le escapaba de los pulmones como si hubiera recibido un golpe directo en el estómago. Se llevó ambas manos a la cara, queriendo esconder su desgracia, pero las lágrimas brotaron sin piedad. Él, que había derramado sangre sin temblar, que había humillado a otros y destrozado familias, ahora lloraba como un niño desamparado.

Un grito ahogado se escapó de su garganta, desgarrador, resonando en los fríos muros de aquella maldita celda que lo mantenía prisionero.

—¡Malditos! —rugió golpeando la pared con el puño, hasta que la sangre manchó la piedra áspera—. ¡Hellen! —su voz tembló, quebrándose en un lamento lleno de ira y dolor—
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