Hellen estaba sentada en el sofá, con una sonrisa tranquila en el rostro, mientras observaba a los pequeños revoltosos que apenas habían empezado a caminar. Sus pasitos torpes y cortos retumbaban sobre el suelo del jardín, arrancando carcajadas que llenaban de vida la casa. El aire fresco de la mañana agitaba suavemente las cortinas y dejaba entrar el aroma de las flores, convirtiendo el ambiente en un remanso de paz.
Cecilia, siempre atenta, cuidaba de Nicolás en su ausencia, lo que le daba a Hellen un poco de respiro para disfrutar de aquellos momentos únicos. Al ver a los niños reír y tropezar sin miedo, sintió que su corazón se llenaba de un calor indescriptible. No había mayor dicha que contemplar a sus pequeños descubrir el mundo, con esa inocencia que solo la infancia podía regalar.
Su padre, que nunca se perdía una oportunidad de guardar recuerdos, sostenía la cámara y disparaba sin descanso. —¡Eso, miren al abuelo! — exclamó con entusiasmo, logrando que los niños volvieran su