Los días se arrastraban como si el tiempo hubiera perdido la prisa. Cada amanecer era idéntico al anterior para Hellen: el sonido constante de los monitores, el olor a desinfectante y el suave pitido que marcaba el pulso de Nicolás. Afuera, el mundo seguía su curso, pero para ella todo giraba en torno a esa habitación.
Michael se había hecho cargo de la empresa sin titubear. Los padres de Hellen cuidaban de los trillizos, asegurándose de que nada les faltara. Cecilia, siempre fiel, aparecía cada día sin falta, llevando ropa limpia para Hellen, comida caliente y noticias frescas de la casa.
Hellen se negaba a dejar solo a su esposo. No importaba cuántas veces le dijeran que debía descansar, que necesitaba cuidar de su salud; para ella, el matrimonio era un compromiso absoluto: en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. Y, sobre todo, sentía que le debía la vida.
Aquella tarde, la luz del sol entraba suavemente por la ventana, pintando la habitación de un tono dorado.