Cuatro meses después, el hospital estaba cargado de nervios y esperanza. Michael caminaba de un lado al otro en la sala de espera, incapaz de quedarse quieto. Su corazón latía desbocado con cada grito ahogado que escuchaba desde el interior del cuarto de partos. La madre de Cecilia estaba con ella, tomándole la mano y dándole fuerza en aquel momento decisivo.
Nicolás se acercó a su hermano y le dio unas palmaditas firmes en la espalda.
—Habrá un integrante más en la familia —dijo con una sonrisa sincera—. Somos afortunados, ¿no lo crees? Estamos con las personas que amamos, y somos felices.
Michael respiró hondo, intentando calmarse.
—Demasiado afortunados —contestó, aunque la voz le temblaba por la emoción contenida.
Hellen, que se encontraba a un lado de Nicolás, no podía ocultar su nerviosismo. Entrecruzaba las manos una y otra vez, apretándolas contra su pecho como si así pudiera contener la ansiedad. Entonces, el sonido más esperado llenó los pasillos del hospital: el llanto fuer