Ana sintió que el suelo se inclinaba. No contestó.
Marina con mucha calma, fue a la cajonera de la recamara y extrajo algo de encaje rojo, diminuto, y lo dejó caer sobre la mesita como quien tira una carta ganadora.
—¿Por qué mis pantis están aquí? —dijo, sin alzar la voz— ¿Algo más?
El silencio que siguió fue tan denso que dolía.
El pecho le subía y le bajaba con lentitud; la venda improvisada se había teñido otra vez de oscuro.
Marina se acercó un paso más.
Ana tragó saliva. Sentía la garganta llena de cristales rotos.
—No —dijo al fin, apenas un hilo de voz.
Marina arqueó una ceja, divertida.
Marina se quedó allí, regodeándose en la victoria que le brillaba en los ojos mientras Ana contemplaba el piso. Pero la satisfacción le duró apenas un segundo.
Alberto se movió en la cama, un quejido bajo, animal. Intentó girarse para ponerse de lado y el dolor lo atravesó como un rayo. El brazo izquierdo cayó pesado sobre el colchón y la camiseta empapada en sangre.
Marina vio la venda impro