Capítulo 11
El aire de la noche era un filo helado. Frente a ella, Alberto extendía su mano, los dedos temblorosos, como una súplica silenciosa. Sus ojos, cargados de una tormenta que ella no podía descifrar, parecían rogarle que viera más allá de la violencia, más allá de las palabras venenosas de Marina: “Es un asesino, cariño.” Ana, con el corazón en la garganta, sentía el peso de su propia duda, un veneno que se mezclaba con el eco de la agresión en la camioneta: las manos ásperas, el aliento rancio, el terror que aún le quemaba la piel. Había salvado su vida tres veces, y ahora, en ese callejón bañado por la luz ámbar de un farol, le pedía confiar en él una vez más.

Entonces, el tiempo se fracturó. Una sombra se alzó detrás de Alberto, rápida y silenciosa, como un depredador que emerge de la penumbra. Era el hombre del bigote, el líder de los maleantes, su rostro magullado pero torcido por una furia que destilaba venganza. La navaja en su mano brilló bajo la luz del farol, un destello fugaz q
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