La habitación era ordenada: libros apilados en una esquina, una guitarra apoyada contra la pared, una botella de whisky a medio vaciar sobre una mesa. Todo en él parecía gritar contradicciones: violencia y ternura, peligro y redención.
—Alberto, te dije que debíamos ir al hospital —insistió Ana, su voz temblando de frustración mientras lo acomodaba contra las almohadas.
La sangre seguía goteando, formando un charco oscuro en las sábanas.
—Nada de hospitales —respondió él, su voz áspera pero firme, como si la sola idea lo anclara a la realidad—. Tengo… libertad condicional. Si me atrapan, volveré a la cárcel.
Ana se congeló, las palabras cayendo sobre ella como un peso muerto. ¿Libertad condicional? La revelación era una pieza más en el rompecabezas roto que era Alberto, y cada una parecía cortarla más profundamente. ¿Cárcel? ¿Por qué? La imagen de Marina, con su sonrisa venenosa, volvió a su mente. Pero también estaba él, frente a ella, desangrándose, vulnerable, suplicándole con los