Ana tomó la botella de whisky con las dos manos, como si fuera un cáliz envenenado. El cristal estaba caliente donde Alberto lo había sostenido. Dio un trago largo, brutal; el alcohol le quemó la garganta y le llenó los ojos de lágrimas que no eran solo por el ardor.
—Vamos —dijo, más para sí misma que para él.
Se arrodilló junto al sofá donde lo había acomodado. Alberto se había quitado la camiseta empapada en sangre; la herida era un tajo feo, largo, justo bajo las costillas, abierto como una boca que no dejaba de hablar rojo. Ana abrió la grapadora con dedos torpes.
La primera grapa entró con un chasquido metálico. Alberto apretó los dientes, el cuerpo entero se le tensó, un gemido bajo escapó de su garganta.
—Lo siento mucho —susurró ella, la voz rota—. ¿Otra?
Él abrió los ojos apenas, vidriosos de dolor y fiebre.
—Hazlo. Lo haces bien.
Esa voz ronca, casi tierna a pesar de todo, le dio el valor. Ana colocó la segunda grapa. Alberto recibió el impacto sin quejarse, solo un estremec