El restaurante, La Lumière, se alzaba con una fachada de piedra pulida y ventanales que dejaban entrever el resplandor cálido de su interior. No era un lugar ostentoso, sino íntimo, como un secreto bien guardado. Ana, con su sudadera gris y sus tenis gastados, sintió un nudo en el estómago al bajar del auto. La puerta de madera tallada, con un discreto letrero dorado, parecía juzgarla, como si supiera que no pertenecía a ese mundo de refinamiento.
Alberto, en cambio, parecía en su elemento. Bajó del coche con una desenvoltura natural, su chaqueta de cuero ajustándose a sus hombros anchos mientras entregaba las llaves al valet con un guiño amistoso. Al cruzar la puerta del restaurante, el aire se llenó de aromas que envolvían como un abrazo: pan recién horneado, hierbas frescas, un toque de cítricos y el dulzor cálido de un reducción de vino tinto. El murmullo suave de las conversaciones se mezclaba con el tintineo de copas de cristal y el crepitar de una chimenea al fondo. Un grupo de