El día aún no acababa, y el rugido del motor del coche deportivo de Alberto resonaba en los oídos de Ana mientras el vehículo se deslizaba por las calles iluminadas de la ciudad. Las luces de neón destellaban como un caleidoscopio, reflejándose en el capó brillante, hasta que se detuvieron frente a un edificio que parecía sacado de un sueño febril. El casino se alzaba imponente, sus puertas de cristal y oro prometiendo un mundo de excesos. Ana, con su sudadera gris y sus tenis gastados, sintió un nudo en el estómago al bajar del auto. La fachada reluciente del lugar la miraba con desdén, como si supiera que no pertenecía allí.
Alberto, en cambio, parecía en su elemento. Bajó del coche con una sonrisa despreocupada, su chaqueta de cuero ajustándose a sus hombros anchos mientras el valet se apresuraba a tomar las llaves. Al cruzar las puertas del casino, el aire se llenó de un murmullo vibrante: el tintineo de las fichas, el zumbido de las máquinas tragamonedas, las risas agudas y los s