El frío de la noche se colaba bajo la sudadera de Ana, pero no era nada comparado con el hielo que le recorría las venas. El eco de la camioneta aún resonaba en su mente: el olor a cigarrillo y cuero, las manos ásperas que la habían sujetado, el roce invasivo que le quemaba la piel como una marca invisible. Sus manos temblaban, aferradas a los bordes de su ropa, como si pudieran anclarla a una realidad que se deshacía con cada latido. A unos pasos, Alberto respiraba con dificultad, su figura recortada contra la luz ámbar de un farol. La sangre manchaba su chaqueta de cuero, y sus ojos, oscuros como pozos, buscaban los de ella con una mezcla de cansancio y culpa. Había irrumpido como un relámpago, arrancando a los maleantes de la camioneta con una furia que era tan salvadora como aterradora. Era la tercera vez que la rescataba, y sin embargo, Ana no podía dejar de preguntarse: ¿Quién es él?
—Ana, soy yo —dijo Alberto, su voz áspera, rota por el esfuerzo de la pelea. Se acercó con pasos