La habitación, con su pulcritud asfixiante, se había convertido en una jaula. Las sábanas blancas perfectamente tendidas, el escritorio de caoba reluciente, las cortinas de lino que filtraban el alba en rayos ordenados: todo era una fachada, un decorado que escondía la traición de Violeta. Ana, desplomada contra la puerta cerrada, sintió el peso del cerrojo como una sentencia. Las palabras de su madre, frías y calculadoras, resonaban en su mente: “¿Diego? Cariño, Ana está en casa. ¿Puedes venir?”—No, no, no —susurró Ana para sí misma, su voz un eco de pánico que se enredaba en su pecho—. Esto no puede estar pasando. La traición de Violeta era un puñal, pero la idea de Diego acercándose, con su sonrisa de acero y sus manos crueles, era un abismo que amenazaba con tragarla. Había huido del altar, del vestido de novia, del anillo que marcaba su esclavitud, pero ahora estaba atrapada de nuevo, en la casa que prometía refugio y solo ofrecía cadenas.Se puso de pie, sus manos temblando mi
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