Mundo ficciónIniciar sesiónNora Delmas, 21 años, estudiante de máster en letras, oculta tras su calma una obsesión creciente por su profesor de teoría literaria, Hugo Vanel, 42 años, un hombre de belleza grave, voz serena y mirada perturbadora. Cada clase se convierte para ella en un terreno de juego silencioso: quiere alcanzarlo, hacerlo ceder, poseerlo. Nunca exagera, pero siempre lo suficiente: una falda demasiado corta para ser inocente, una mirada que dura un segundo de más, respuestas brillantemente construidas en clase para captar su atención. Hugo, lúcido, adivina la trampa. Intenta mantener la distancia, pero la brecha se abre poco a poco. Una noche, en su oficina, bajo el pretexto de una cita para discutir su trabajo de investigación, todo se descontrola. La inteligencia se desvanece, el silencio se vuelve denso. Un suspiro. Una mirada. Y lo prohibido se cruzó. Entonces se abre una relación secreta, sensual y peligrosa, entre pasillos vacíos, escaleras ocultas y habitaciones de hotel alejadas del campus. Pero Nora quiere más. Y Hugo lo sabe. Porque los rumores surgen rápido, en los pasillos de una facultad donde todo se sabe sin nunca decirse...
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Lo miré entrar como se mira caer la lluvia de verano sobre una piel desnuda: con la sensación de un escalofrío que no se atreve a llamar deseo. Una especie de llamada silenciosa en la piel. Una espera que palpita.
Caminaba lentamente. Como si llevara sobre sus hombros el peso de mil lecturas, de mil secretos callados. Su silueta estaba erguida, pero no rígida. Una elegancia discreta, casi cansada. Y esa mirada… Esa mirada borrosa, ligeramente miope, oculta tras unos cristales de montura negra, que roza a las personas sin llegar a fijarse realmente en ellas.
Sus gafas se deslizaban, una vez más, por el puente de su nariz, y su gesto para recolocarlas se había convertido en mi obsesión favorita. Esa mano fina, nerviosa, ese pulgar deslizándose contra la varilla. Siempre el mismo movimiento, siempre controlado. Todo en él era eso: el dominio. La contención. Como si contuviera un incendio desde hace años.
Y yo miraba. Desde hacía dos meses.
Desde ese primer jueves, esa clase sobre El amante, de Marguerite Duras. Hablaba del amor como de un veneno dulce. De la espera como de un suplicio. De la lentitud como de un lenguaje del cuerpo. Decía que ciertas frases podían quemar, más que las manos.Y yo, ardía.
Ahí, sentada en la primera fila, ya deslizándose sus palabras bajo mi piel.Ese día, supe.
Lo decidí.Ya no estaba allí para aprender. Estaba allí para perturbarlo. Para lentamente, milímetro a milímetro, hacer tambalear su calma.
Esta mañana, comencé de nuevo.
Una camisa blanca. Demasiado ligera para la temporada. Justo lo suficientemente diáfana para que, si él posaba los ojos a la altura correcta, distinguiera la curva de mis pechos. Sin sujetador. Mi secreto. Mi desafío.
Y esa falda… negra, sobria, pero corta. Se sube cuando cruzo las piernas. Y las cruzo a menudo. Especialmente cuando siento su mirada rozar la tela. Cada gesto es una puntuación. Una palabra en nuestra lengua muda.
Estoy sentada en la segunda fila. No demasiado cerca. Lo suficiente para que me vea sin tener que buscarme. Lo suficiente para que mis gestos sean visibles, pero no ostentosos. El terreno de juego ideal. El entreacto de la provocación elegante.
Él comienza a hablar.
Y mi piel, literalmente, reacciona a su voz.Esa voz grave, profunda, lenta. No sensual. No. Sensual habría sido demasiado fácil. Es… áspera en momentos. Como si guardara en el fondo de su garganta palabras que no tiene derecho a pronunciar. Una voz de hombre cansado, apasionado, y peligroso sin saberlo.
Habla de la literatura como de un soplo. De un fuego. Dice que ciertos textos se adhieren a la piel. Que obsesionan. Que despiertan.
Me gustaría responderle: Como usted.
Pero me callo. Lo miro.
Lo devoro.Y bajo la mesa, mis muslos se agitan. Siento esa tensión difusa. Ese estremecimiento entre mis piernas. Ese líquido discreto que comienza a brotar lentamente. Me mojo. Sí. Solo al escucharlo.
Él levanta la vista. Rozando la sala con la mirada. Nuestros ojos se cruzan.
Un segundo. Quizás dos.
Él desvía la mirada de inmediato. Pero yo he visto.
Él ha visto.Y eso es suficiente para que mi corazón lata un poco más fuerte.
Alrededor de mí, los demás susurran, ríen, toman notas sin escuchar. Yo, estoy en otro lugar. En otro mundo. En una habitación imaginaria donde él me hablaría al oído, donde sus dedos deslizarían lentamente bajo esta camisa, donde leería mis reacciones como un poema por descifrar.
Me pregunto si me imagina.
Si piensa en mí, por la noche. Si adivina que me he puesto esta camisa solo por él.El final de la clase llega demasiado rápido. Siempre demasiado rápido. Él cierra su libro. El anfiteatro se vacía en un estruendo de objetos que se guardan, de pasos apresurados. Yo me quedo sentada. Inmóvil. No hago nada. No digo nada.
Lo espero.
Él cierra su computadora. Guarda sus hojas. Vuelve a levantar la vista. Me ve. Y esta vez, no finge no ver.
— ¿Algo que preguntar, señorita…?
— Delmas. Nora Delmas.
Él asiente, como si grabara ese nombre en su memoria.
— Señorita Delmas, entonces.
Me levanto. Lentamente. Estiro mi espalda. Enderezo mis hombros. Dejo que la camisa se tense contra mis pechos. Me inclino un poco. Justo lo suficiente.
— Quería hablarle de mi trabajo… Me gustaría pedir una cita, si tiene un momento.
Él no responde de inmediato. Me mira. Un poco más de tiempo. Luego asiente.
— Muy bien. Después de la clase del jueves. Mi oficina. 17h.
Su voz es neutra. Demasiado neutra. Pero su mirada… Hubo ese segundo.
Solo uno.Un segundo de más.
Sonrío. Apenas. Solo una arruga en las comisuras de mis labios.
Me doy la vuelta.
Siento su mirada en mi espalda. Camino lentamente hacia la salida. El anfiteatro está vacío. El pasillo también. Mi corazón late. Mis muslos se presionan uno contra el otro. Tengo calor. Y al mismo tiempo, una sensación de excitación helada recorre mi columna vertebral.
Estoy empapada.
Él no me ha tocado. No todavía.
Pero ha mirado. Y es todo lo que quería.Por hoy.
Creo que ha comenzado a oírme.
Y yo… ya estoy escribiéndolo en mi piel.
NORA Él se inclina sobre mí, su mirada anclada en la mía, una mano apoyada en el reposabrazos, la otra… más cerca. Demasiado cerca. Sus dedos rozan mi muslo, como por accidente. Pero nada es accidental con él. Ahora lo sé. Siempre lo supe, tal vez. Pero cerré los ojos. Quise creer en la ternura, en la intimidad, en el fuego compartido. No vi las cadenas, ni el pacto invisible que firmaba al dejarme tocar, al responder a sus besos, al ofrecer mi piel. Él se echa un poco atrás, lo justo para mirarme mejor. Su voz se infiltra en mi oído como una hoja suave, tibia, irrefutable. — Tendrás que entender, Nora. No hay más términos medios entre nosotros. No es un coqueteo. No es un juego. Es un contrato. Una realidad. Una dependencia. Su mano sube. Rozando mi abdomen a través de la blusa ligera que no tuve tiempo de abotonar completamente. Un botón cede bajo la presión de su dedo. Tiemblan mis labios. Pero no me muevo. Estoy tensa como una cuerda lista par
NORADesciendo las escaleras como si mi vida dependiera de ello, pero en realidad no estoy huyendo.Me estoy alejando.De la mentira.De él.De mí con él.Mi aliento choca contra mis costillas.Mi ira late en mis sienes.Siento que todo en mí está expuesto, que mi piel arde por haber sido tocada por sus manos, que soy un campo de brasas y vergüenza mezcladas.Me hizo creer que era libre.Que elegía.Que firmaba un consentimiento.Cuando en realidad... entraba en una jaula dorada.Ni siquiera sé qué me duele más.Haberlo creído.Haberlo deseado.O haber tenido fe, por un instante, en algo verdadero.Estoy casi en la puerta, cuando su voz me golpea.Fría.Calma.Cortante.— Nora, sube ahora.Me quedo paralizada.Instantáneamente.Mi cuerpo reacciona antes de que mi mente comprenda.Lo odio. Esta docilidad incrustada. Esta sumisión reflexiva.Pero me detengo.Me doy la vuelta. Lentamente.Él está ahí, en la sombra, en la parte superior de la escalera, con los brazos cruzados, la mirada d
NORAEl despertador suena y lo apago sin abrir los ojos, una vez, dos veces, tres, quiero quedarme enterrada ahí, al fondo de la cama, al fondo de la noche, al fondo de mí, donde no siento nada, donde ya no soy nada, porque levantarme es admitir, es volver a este mundo donde no me escribe más, donde no me mira más, donde me deja sola en un silencio que grita más fuerte que cualquier bofetada, y ese silencio lo he esperado, lo he soportado, incluso lo he deseado, deseado que se rompa, que ceda, que diga algo, cualquier cosa, pero no ha dicho nada, nada en absoluto, ni siquiera un "lo siento", y eso es lo que me ha destrozado.Y luego llega el mensaje, seco, frío, impersonal, una línea de texto como una convocatoria a un pelotón de ejecución:Cita a las 10h en la oficina del Sr. Vanel,y ni siquiera su nombre de pila, ni una palabra que traicione, que tiemble, solo Sr. Vanel, como si nunca hubiéramos compartido nada, como si mi cuerpo nunca hubiera llevado su nombre en silencio, como si
NORANo duermo más.O, en todo caso, me pierdo en ausencias, en eclipses de conciencia, en momentos suspendidos entre dos respiraciones donde el tiempo deja de tener contorno, donde ya no sé si estoy en un sueño o en el después. Me despierto sin recuerdos, sin referencias, en sábanas húmedas de sudor, con la sensación de haber sido arrastrada a algún lugar, pero ¿a dónde?Ya no hay noche, ya no hay día. Solo horas por atravesar. Una travesía lenta, entumecida, donde camino sobre los escombros de mí, de nosotros, sin zapatos, sin piel.Cada movimiento es un esfuerzo. Girar la cabeza. Inspirar. Tragar. Ser.Me levanto al mediodía. Al menos, eso dice el reloj. Yo ya no sé nada. Tengo la boca seca, la lengua áspera, el estómago vacío y apretado al mismo tiempo. Arrastro mis pies hasta la cocina. El suelo está frío. Todo está en silencio. Incluso mis pensamientos. Solo un murmullo sordo, al fondo, como el zumbido de un frigorífico vacío.Coma un yogur que no tengo ganas de comer. Trago por
Hugo He permanecido allí, plantado frente a esta mesa vacía, las manos inertes, la mirada fija en ese marcador negro que he dejado sobre la mesa demasiado suavemente como si ese gesto pudiera borrar todo lo que se ha dicho, todo lo que se ha callado, como si la herramienta que trazó las últimas palabras pudiera tragarse los silencios que había entre nosotros, como si pudiera esconderme en un objeto inofensivo para no enfrentar la magnitud del desastre. La vi irse. La sentí rozarme como una ráfaga, como un viento de despedida, sin que ella girara la cabeza, sin que me diera siquiera el permiso de seguirla con la mirada, sin que mereciera esa última huella de ella. Desde entonces, no me muevo. Sigo allí, congelado en una sala vacía, congelado en un momento que ya no existe, con el silencio como única respuesta y mi propio aliento como única presencia, ese aliento que me repugna, que me pesa, que ya no tiene razón de ser desde que ella salió, desde que la dejé salir. Debería
NoraDos días.Cuarenta y ocho horas de silencio, de espera, de suposiciones vanas, de latidos de corazón demás, de latidos en el vacío, en la falta, en la ausencia, en este nada que me dejó al irse.No un mensaje, no una palabra, no una huella, no una señal.Ni siquiera ese "gracias" cobarde, educado, soltado como se cierra un capítulo que no se ha leído hasta el final.Nada.Salió de mi cama como se abandona un crimen, como se huye de una escena que no se quiere enfrentar, como se borra un sueño antes de que se escriba.Y yo, me quedé allí, inmóvil, desnuda de todo, incluso de mis ilusiones, incluso de mis armas.Lo peor es que no lo vi irse, que no oí la puerta, que no sentí llegar su ausencia, que abrí los ojos en un silencio demasiado nítido, demasiado limpio, demasiado lleno de vacío.La sábana aún tibia de su calor, de su aliento, de su peso.Pero él, ya está lejos.Y en el aire, algo cortante, como una cuerda rota, como una frase interrumpida en medio de una palabra, como una
Último capítulo