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Capítulo 2 — La entreabertura

Hugo

Ella entró sin llamar.

O más bien: llamó demasiado suavemente, como si realmente no quisiera que la oyera. Un murmullo contra la madera, un gesto de pura forma. Justo lo suficiente para que la irrupción pareciera educada. Y ya, su nombre resonaba en mi mente, como una nota sostenida demasiado tiempo.

Abrió la puerta lentamente, asomó su cabeza, luego su cuerpo. Sin dudar. Una aparición. Perfecta. Calculada.

— Buenos días, profesor.

Insistió en la palabra. Profesor. Una armadura en su lengua, pero que ya sonaba como un juego. Como un guante lanzado. A medio camino entre el respeto y la provocación.

La miré. Demasiado tiempo.

Llevaba un vestido negro hoy. Fluido. Una materia casi viva, que ondulaba a cada uno de sus pasos. Tenía el cabello recogido, pero algunos mechones enmarcaban su rostro con un desorden demasiado controlado para ser accidental. Y siempre esa manera de sentarse… lenta. Estudiada. Como una caricia ofrecida al silencio.

Se instaló en el sillón frente a mi escritorio, cruzando las piernas sin una palabra, dejando que el vestido deslizara sobre sus muslos.

— Quería hablarme de su memoria, creo.

— Sí. Sobre las figuras de la espera en la literatura amorosa.

Levanté la vista. Ella ya me miraba. Esa mirada no es la de una estudiante. Es la de una mujer. Que sabe. Que siente.

La espera. Evidentemente.

Una parte de mí sonríe interiormente. Otra se tensa. Porque veo claramente su elección. No es un tema. Es una ofrenda. O un ataque.

— ¿Un ángulo preciso? pregunté, intentando retomar el control.

— La espera como tensión. Como deseo en estado puro. Pensaba trabajar sobre Duras, Barthes… y quizás Bataille.

Me apoyo contra el respaldo de mi sillón. Su tono es calmado. Neutral. Pero sus rodillas se han acercado. Sus manos cruzadas sobre sus muslos, apretando el vestido. Hay algo oficial en su postura. Como una audacia perfectamente escenificada.

— ¿Cree que la espera puede ser suficiente? ¿Que es una forma de erotismo en sí misma?

Ella inclina la cabeza. Lentamente. Sus cabellos rozan su clavícula. Su sonrisa es discreta. Solo un estremecimiento en la boca.

— ¿No es eso lo que usted dijo en clase, profesor? Que algunas tormentas no necesitan estallar para arder?

Mi mandíbula se tensa. Contengo un suspiro. Lo que ella hace… Lo que dice…

Me empuja hacia una línea que no he elegido. Y, sin embargo, no tengo ganas de rechazarla. Eso es lo más inquietante.

Bajo la mirada. Hojeo papeles inútiles. Quiero contenerla. Enmarcarla. Reenfocarme.

— Es un ángulo interesante. Hay que tener cuidado de no caer en la interpretación personal.

— Tendré cuidado.

Ella hace una pausa. Me deja respirar. Luego:

— Aunque, a veces, son las lecturas más personales las que dejan las huellas más profundas… ¿no?

Levanto la cabeza. De repente.

Sus pupilas están dilatadas. Sonríe apenas. Es consciente de cada palabra. De cada silencio. Juega con mis fronteras.

Me levanto. Necesito respirar. El aire es pesado, denso. Camino hacia la ventana, la abro apenas. Afuera, junio asfixia. La humedad se aferra a todo. Incluso a mis pensamientos.

— ¿Tiene textos de referencia? ¿Primeros hitos?

Ella también se levanta. Pero no se queda de su lado del escritorio. Rodea. Se une a mí. Suavemente. Demasiado cerca.

Ella entra en mi espacio. En mi aire. Lo perturba.

— He comenzado una lista. Pero…

Extiende una hoja. Nuestros dedos se rozan. Apenas. Pero lo suficiente para que mi pulso se descontrole.

… me gustaría sobre todo tener los suyos.

Tomo la hoja sin leerla. Siento aún su calor en mi piel. Ridículo. Cinco segundos de contacto. Y mi cuerpo se electriza.

Retrocedo. Un paso. Instintivamente.

Pero ella no sigue. Se detiene. Se queda ahí. Anclada. Presente.

Y en el silencio, vuelve a lanzar.

— Profesor… ¿Cree que la espera siempre es pasiva? ¿O que puede ser… activa?

La miro.

No se mueve. Pero todo en ella habla. Su aliento. Su postura. Su olor. Está ahí, frente a mí, como un texto vivo. Un poema carnal, tenso al extremo.

Ella sabe. Que la veo. Que la quiero, quizás.

Ella espera.

No espera mi respuesta. La conoce. Ve mi desconcierto, mis gestos un poco demasiado rápidos, mi mirada que se aparta. Siente cómo mis defensas caen una a una.

Y no golpea. Se va.

— Gracias por su tiempo, dice simplemente. Le enviaré un correo con mis ideas más precisas. Hasta el jueves que viene, profesor.

Se vuelve. Se aleja. Y cada paso es un adiós suspendido. O una promesa.

Sale. Cierra la puerta suavemente.

Y yo me quedo ahí. Solo. Paralizado.

Hay esta fragancia, en la habitación. Ligera. Casi afrutada. Pero tenaz. Como si su cuerpo hubiera marcado el aire.

Cierro la puerta con llave. Lentamente. Me siento. Mis manos apenas tiemblan. Mi garganta está seca.

Tendré que poner fin a esto. Rápido.

Pero una voz me susurra, en voz baja, ya:

No quieres detenerte.

Y sé que esa voz…

Es la suya.

Dentro de mí.

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