Nora
La habitación está sumida en una penumbra casi total. Solo un hilo de luz pálida se desliza por las persianas entreabiertas, dibujando sobre las sábanas arrugadas arabescos de sombra y luz, como dedos que se estiran lentamente, suavemente, sobre mi piel desnuda.
Estoy allí, acostada de espaldas, la respiración lenta, pero el cuerpo en ebullición. Mi corazón tamborilea aún los ecos de esa cita, pero es otro calor, más secreto, más visceral, el que abrasa mi vientre. Un fuego que ninguna palabra puede apagar.
Las palabras de Hugo giran en bucle, pero no son sus frases las que me obsesionan: son sus silencios, sus miradas fugaces, esas pausas cargadas de insinuaciones. Esa calma extraña que no era un rechazo, sino una invitación silenciosa. Como si, sin decirlo, me autorizara a avanzar.
Revivo la escena en detalles. Su escritorio bañado en luz suave, el olor sutil de libros viejos mezclado con el de su perfume, más delicado. Lo vi sentarse, sentí sus ojos deslizarse sobre mí, detallando cada curva, cada matiz. Mi vestido negro, fluido, deslizándose sobre mis muslos desnudos, temblorosos. El roce ligero de nuestros dedos sobre esa hoja, un contacto fugaz, casi prohibido, pero que ha incendiado todo mi ser.
Cierro los ojos y me dejo inundar por esa sensación difusa, ese deseo que pulsa bajo mi piel, que solo espera expresarse, escapar.
Mis manos vagan sobre mi cuerpo, rozando la fina seda de mi vestido, luego deslizándose sobre mi piel, acariciando lentamente mi vientre, esa zona sensible donde se aloja la impaciencia. Siento el escalofrío de la anticipación recorriendo mi espalda, extendiéndose en mis riñones.
Una humedad cálida se establece, suave y persistente, entre mis muslos. Una promesa contenida que se amplifica cada noche, cada minuto.
Repito este ritual, casi como una oración secreta, una ofrenda a este fuego interior. Cierro los ojos e imagino su voz, grave, envolvente, que susurra mi nombre, que roza mis sentidos, que acaricia el aire a mi alrededor. Siento que coloca sus manos, firmes y seguras, sobre mis riñones, subiendo a lo largo de mi columna vertebral, bajando sobre la curva de mis caderas, allí donde la seda ya no puede ocultar todo.
Siento sus labios ardientes besando la piel suave de mi cuello, luego descendiendo, lenta e incansablemente, deteniéndose donde mis límites se desvanecen.
Recuerdo la promesa silenciosa que dejó al irse, ese umbral que no cerró, ese latido suspendido de una puerta entreabierta entre nosotros. Ese frágil entreabierto cargado de tensión, de espera, de deseo contenido.
Siento que mi respiración se acorta. Mi cuerpo entero se tensa en una espera impaciente.
Sé que en nuestra próxima cita, ya no seré la misma.
Ya no seré simplemente esa estudiante tímida que busca su aprobación.
Seré quien tiene la clave del juego.
Quien decide las reglas.
Quiero que tenga miedo. Miedo de lo que podría perder, miedo de lo que puedo revelar, miedo de ese deseo contenido durante tanto tiempo que podría hacerlo todo tambalear.
Una sonrisa temblorosa ilumina mis labios, un destello de fuego que enciende mi mirada.
Me levanto lentamente, mis manos temblorosas, y me dirijo hacia el gran espejo que ocupa toda una pared. Mi reflejo me devuelve una imagen a la vez frágil e incandescente, una mujer lista para entregarse a sus llamas.
Desabrocho lentamente los botones de mi vestido, uno a uno, como si depositara sobre mi piel un beso invisible. La seda se desliza, revelando una piel blanca, tensa, ofrecida, que conozco de memoria, pero que hoy parece vibrar con una vida secreta.
Mis dedos recorren mis hombros, deslizan a lo largo de mis brazos, rozan la curva de mis senos, el dulce valle entre ellos. Cierro los ojos, saboreando cada sensación, cada escalofrío.
Paso mis manos sobre mis caderas, acaricio mi vientre cálido, siento la onda de deseo que pulsa en cada fibra.
Ya no soy solo una estudiante.
Soy una tormenta que está naciendo.
Soy el deseo que no se sabe nombrar.
Soy la promesa de un fuego que nunca se apagará.
Y estoy lista.
Lista para quemarlo todo.
Hugo
El pasillo estaba en un silencio casi irreal, casi opresivo. La hora de la cita había sonado hace varios minutos, y, sin embargo, ella aún no había llegado. Cerré la puerta de mi oficina detrás de mí, me apoyé contra la pared, tratando de calmar ese latido sordo en mi pecho, esa tensión eléctrica que se instalaba cada vez que ella cruzaba ese umbral.
Sabía que este momento era peligroso. Que estaba jugando con fuego. Pero el fuego ya se había encendido. Lo sentía. En el fondo de mis riñones, en el fondo de mis venas, como un impulso bruto.
Luego, de repente, la puerta se abrió lentamente, casi tímidamente, y ella entró.
Nora.
Llevaba un vestido rojo de un rojo profundo, sedoso, que moldeaba sus formas con una delicadeza provocativa, justo lo suficiente para despertar el deseo sin revelar demasiado. Su andar era seguro, felino, lento y preciso. Sus ojos buscaban los míos, pero nunca demasiado tiempo. Como si jugara un juego peligroso, donde cada mirada era una apuesta, cada silencio una amenaza.
— Hola, profesor.
Su voz, baja, casi un susurro, resonó en la habitación como una caricia ardiente. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda.
Le hice señas para que se sentara, y ella eligió el sillón cerca de la ventana, cruzando lentamente las piernas, revelando aún un poco más su piel dorada e inmaculada. Ese simple gesto parecía calculado, como un desafío silencioso.
Coloqué frente a ella la pila de sus notas, meticulosamente preparadas. Había trabajado. Se notaba. Pero no era eso lo que capturaba mi atención.
Miraba sus manos, esas manos sutiles, a veces nerviosas, que jugaban con el borde de su falda, tirando suavemente del tejido, como para desafiar lo prohibido. Un gesto ligero, pero cargado de promesas, de no dichos.
— Tu memoria avanza bien, dije finalmente, rompiendo el silencio que se había instalado.
Ella asintió, pero sus ojos permanecían en otra parte.
— Sí... pero sigue siendo difusa. Esta idea de espera... No sé si logro captar lo que usted quería decir en clase.
Me acerqué lentamente, cada movimiento medido, deliberadamente lento, para romper la distancia que nos separaba. Su mirada seguía cada uno de mis gestos, sus párpados parpadeaban, pesados de secretos y no dichos.
— La espera, Nora, expliqué suavemente, es lo que se siente antes de que todo cambie. Es la tensión antes de la tormenta. A veces, lo que no se dice es más poderoso que las palabras mismas.
Ella giró ligeramente la cabeza, rozando mis dedos, un simple contacto, tan fugaz como eléctrico. Sentí el calor de su piel, vivo, insistente, donde nuestras manos se habían tocado.
Un suspiro pasó entre nosotros. Un suspiro cálido, cargado de deseo. El escritorio se desvaneció, las paredes se alejaron.
Ella ya no habló. Ya no necesitaba.
Su cuerpo contaba la historia que sus palabras aún se negaban a decir.
Sentí que mis músculos se tensaban, mi respiración se hacía más corta.
Di un paso más, reduciendo a nada la distancia restante.
Su respiración, también, se hizo más corta, más frágil.
Ya no era profesor.
Ella ya no era estudiante.
Nos habíamos convertido en dos sombras, en una danza invisible, un juego peligroso, donde la única regla era el deseo.
Quería retroceder. Detener este fuego antes de que se convirtiera en incendio.
Pero no podía.
Quería arder.