NORA
La campana de mi oficina suena apenas y ya siento su peso sobre mí, esa presencia silenciosa pero implacable que me acompaña en cada uno de mis gestos. Unos minutos más tarde, Élodie toca suavemente la puerta.
— Nora, es la hora del almuerzo, dice ella, con su voz medida, y siento en su manera de pronunciar cada palabra que espera que me levante sin protestar.
Me enderezo, mis piernas aún un poco adormecidas por la tensión de la mañana, y la sigo por el pasillo, mis pasos perfectamente sincronizados con los suyos. Cada movimiento parece minuciosamente calculado, cada respiración una repetición silenciosa de lo que se espera de mí.
Llegamos a la cafetería, un espacio vasto y luminoso, donde las mesas están dispuestas con una simetría casi militar, y donde el murmullo de las conversaciones y las tazas resuena de manera diferente según la posición de cada uno. Élodie avanza con seguridad, y yo me deslizo detrás de ella, consciente de que todas las miradas se posan sobre mí, algunas