Liam
Ella no responde, murmuré en el vacío, el teléfono pegado a mi oído por cuarta vez consecutiva.
Nada. Ni siquiera el tono tranquilizador de un buzón de voz. Solo este silencio clínico, metálico, que me atravesaba las sienes.
Dejé el aparato lentamente sobre el escritorio, mis dedos aún crispados alrededor del vaso de whisky a medio acabar. Podría haberme convencido de olvidarla. Hacer como si no hubiera sido más que un espejismo, un paréntesis en la austeridad de mis días. Pero desde esa maldita reunión… desde esa mirada… solo había un nombre dando vueltas en mi cabeza.
Neriah.
Vibraba en mí como un eco antiguo. Una exigencia imperiosa. Como si mi propio cuerpo la recordara, aunque mi memoria no guardara nada.
Rebusqué nerviosamente entre las pilas de papeles en el escritorio, apartando carpetas, sobres, hasta que encontré ese pequeño trozo de papel arrugado garabateado apresuradamente el día de su llegada. Su número, tembloroso, escrito con tinta negra. Lo desplegué con una lentitud casi ritual, los ojos fijos en los números como si guardaran la clave de un enigma.
Me quedé allí, inmóvil. El corazón latiendo. El orgullo suspendido al borde del vacío.
– Te estás volviendo patético, gruñí en voz baja.
Pero marqué. De nuevo.
Y esta vez…
– ¿Aló?
Su voz. Arrugada. Frágil. Como una nota de piano tocada demasiado rápido, demasiado tarde. Me llegó como un susurro robado entre dos mundos.
– Neriah. Soy Liam.
Un silencio. Solo un suspiro, prolongado, frágil. Luego:
– ¿Por qué me llamas?
– Para verte.
Mi voz tembló apenas. Sin embargo, sentía que mis palabras estaban cargadas de una tensión subyacente, como si cada sílaba contuviera un hilo eléctrico listo para romperse.
Ella no respondió de inmediato. Y en ese silencio, percibí un pánico mudo. Una lucha.
– Solo es una cena, insistí. Nada más. No pretendo imponerme. Solo quiero…
Hice una pausa. Mis pensamientos se escapaban, confusos por su imagen. Por la evidencia obsesiva de su ausencia.
Quiero verte. Mirarte. Sentir tu respiración.
Quiero entender por qué me ahogo sin ti.
– Liam, yo… no puedo.
Su voz se desmoronó. Y entonces entendí que su resistencia no era contra mí.
Sino contra lo que ella sentía.
– Solo es una cena, Neriah.
– Precisamente. Ahí radica el problema.
– No entiendo.
– Yo tampoco. Y eso me aterra.
Permanecí inmóvil, la garganta apretada por una emoción que no sabía nombrar. Ella tenía miedo. Y ese miedo… no era racional.
No era un miedo hacia mí. Sino hacia nosotros. Hacia lo que estábamos convirtiéndonos. O lo que habíamos sido.
– Sientes algo, ¿verdad? Dímelo.
Un suspiro. Ligero. Pero llevaba el peso de una tormenta.
– Sí.
Y eso fue suficiente.
– Y es por eso… que no iré.
La línea se cortó en un clic brutal.
Me quedé allí, aturdido, con esa sensación insoportable de vacío en el estómago. La frustración, por supuesto. Pero también… un hambre. Algo más primitivo. Una falta aguda, como si me hubieran arrancado una parte de mí.
Ella se me escapaba incluso cuando nunca la había tenido realmente.
Y eso… desafiaba toda lógica.
Nada en esta historia era normal.
No encontré el sueño esa noche. Volví a ver, una y otra vez, el brillo de sus ojos, la tensión en su voz, las palabras que había pronunciado: el miedo, la atracción, la huida.
Y al fondo de todo eso… la extraña certeza de que no estaba solo.
Alguien más merodeaba en las sombras de esta historia. Alguien que la quería tanto como yo.
Pero yo no estaba dispuesto a retirarme.
Neriah
Dejé caer mi teléfono sobre el sofá, con la respiración entrecortada.
¿Por qué había contestado? ¿Por qué había escuchado su voz?
Debería haber dejado que su llamada se desvaneciera en el olvido, como una brisa sin importancia. Pero no. Lo dejé entrar. Y el sonido de su voz había reavivado algo ancestral. Un fuego subterráneo, que creía apagado.
Me atraía. De una manera que no entendía.
No era Liam.
No solo.
Había en él algo más. Más antiguo. Más oscuro.
Un magnetismo que eludía la razón y se dirigía directamente a mis nervios, a mi carne, a esa parte de mí que siempre había tratado de silenciar.
Regresé a mi habitación, me desplomé sobre la cama sin molestia en apagar la luz. Las sábanas aún estaban arrugadas de la noche anterior, impregnadas de mis sueños febrilmente.
Kael.
No había venido esa noche.
Y esa ausencia… me consumía más que su presencia.
Sin embargo, lo sentía. En algún lugar del aire. En la tensión que persistía en la superficie de mi piel. Una vibración sorda. Como una presencia que el ojo no ve, pero que el alma reconoce.
Y Liam…
Ya no sabía cómo abordarlo.
¿Era la prolongación de Kael? ¿Su reflejo? O peor… un destello de un mismo todo?
¿Una misma entidad fragmentada?
¿Dos caras de un mismo poder?
Me estremecí.
Había algo sobrenatural en todo esto. Algo que escapaba a la lógica. A la ciencia. E incluso a la fe.
Mi corazón, asustado, me gritaba que huyera. Que corriera, que desapareciera, que cerrara la puerta a este mundo aún abierto.
Pero mi cuerpo, él… quería quedarse.
Quería arder.
Quería pertenecer.
Y yo sabía.
Lo sabía, como se sabe las cosas antiguas e inevitables: acabaría cediendo.
No esta noche.
Pero pronto.
Muy pronto.
Y ese momento, cuando llegara… lo arrasaría todo.