María Saint-Roux tenía un sueño: restaurar obras de arte y vivir libre en las calles de París. Pero una noche, su mundo se derrumba. Un contrato firmado a escondidas por su padre la convierte en la esposa de Carlo Belluzzi, un hombre tan seductor como peligroso, dueño de una galería que oculta un imperio criminal. Arrastrada a su mansión, rodeada de cuadros robados y secretos oscuros, María jura no rendirse ante él. Pero Carlo no es un hombre cualquiera: su mirada la desarma, y cada roce enciende una chispa que no puede apagar. Entre escapes fallidos, traiciones que duelen como puñales y verdades que queman, María descubre que Carlo guarda más que poder en sus manos: un corazón herido que podría ser su salvación... o su perdición. ¿Podrá María romper las cadenas de ese matrimonio forzado y encontrar el amor donde solo había miedo? ¿O sucumbirá al deseo que amenaza con consumirla?
Leer másMaría tenía las manos llenas de pintura, inclinada sobre un lienzo viejo en su cuartito en París.
A sus veinticinco años, estaba a un paso de ser restauradora de arte, y cada pincelada la acercaba más a esa vida libre que tanto quería. Pero esa noche, todo se torció.
El teléfono sonó mientras limpiaba sus brochas. Era su papá, algo raro, porque él casi nunca llamaba.
—Hija, cuídate mucho y perdóname—dijo, con la voz temblorosa, como si alguien lo estuviera vigilando—. No confíes en nadie.
—¿Papá? ¿Qué pasa? —preguntó María, pero la llamada se cortó.
Se quedó mirando el teléfono, con un nudo en el estómago. Su papá siempre había sido reservado, un tasador de arte que viajaba demasiado, pero nunca lo había oído así. Intentó devolverle la llamada, pero no contestó. Decidió no darle muchas vueltas. Seguro exageraba, como siempre. Pero algo en esa llamada la dejaba un tanto inquieta.
Estaba recogiendo sus cosas cuando alguien golpeó la puerta. No era un toque suave, sino un golpe seco, de los que te hacen saltar el corazón. María dudó, pero abrió. Frente a ella estaba un hombre alto, de traje negro, con ojos oscuros y una expresión algo intimidante. Era guapo, sí, pero de una manera que ponía los nervios de punta.
—¿María Saint-Roux? —dijo, sin parpadear.
—¿Quién eres? —respondió ella, retrocediendo un paso.
—Carlo Belluzzi —dijo, su tono de voz no era fuerte, pero tenía un peso que la dejaba sin aliento. Y ese nombre no le sonaba de nada. Era la primera vez que veía ese rostro y la primera vez que escuchaba su nombre—. Tu padre me debe algo grande. Y tú vienes conmigo.
María soltó una risa nerviosa, pensando que era una broma, además de que su padre la acababa de llamar, tenía que tratarse de una broma.
—¿Es el día de los inocentes?
—¿Eres inocente, María?
—¿Quién demonios eres? —preguntó, los nervios empezaron a aparecer al ver que el hombre permanecía imperturbable. Aquello no era una broma. Pero él no se movió, solo la miró como si ella fuese su propiedad—. Vete.
—Vienes conmigo. — El aire se puso pesado, y ella sintió que el suelo se tambaleaba.
—Espera, ¿qué? No voy a ninguna parte —dijo, tratando de cerrar la puerta.
Carlo puso una mano en la puerta, sin esfuerzo, y la detuvo.
—No es una opción, María —dijo, dando un paso hacia ella—. Tu padre firmó un contrato. Y tú eres parte del trato.
—¿Contrato? ¿De qué hablas? ¡¿De qué hablas?!—preguntó, empezando a desesperarse, con la voz quebrándose.
Él sacó un papel del bolsillo, con sellos y firmas que parecían legales. María lo miró, pero las letras se le emborronaron. Su cabeza daba vueltas. Esto no podía ser real.
—N-No soy un objeto, ¡no soy propiedad de nadie
—Esto dice lo contrario, vienes conmigo —dijo Carlo, y señaló la salida—. Vamos.
María quiso gritar, correr, pero sus piernas no respondían. Lo miró a los ojos y de pronto él sonrió.
—Ahora eres mía, María.
El jueves por la tarde, el portón se abrió, el coche entró y la casa recuperó su pulso habitual.Carlo había estado fuera dos días. Regresó con la misma energía de siempre, pero con algo extra: una fila de bolsas colgando de los brazos de dos asistentes y del chofer. No eran tres ni cinco. Eran más de diez, todas de marcas que María solo había visto en escaparates o en editoriales: La Perla, Max Mara, Dior, Roland Mouret, Loro Piana, Jimmy Choo, Saint Laurent. Cajas largas, fundas de vestido, sobres planos con el peso inconfundible de la seda.María estaba en el salón, sin maquillaje, el pelo recogido a medias con un lápiz, leyendo un catálogo antiguo de restauraciones. Alzó la vista cuando la procesión cruzó el vestíbulo y dejó las bolsas como si fueran trofeos. Carlo entró detrás, traje oscuro, corbata aflojada. Se detuvo a mirarla. Ese segundo bastó para que a ella se le acelerara el pulso, aunque no lo mostró.—Arriba —dijo él—. Quiero que te pruebes algunas cosas.—¿Algunas? —mir
El portón se cerró detrás del coche con un golpe sordo que a María le pareció una sentencia. No habló en el trayecto desde la verja hasta la entrada; caminó sin mirar a nadie, sin esperar órdenes, sin oírlas siquiera. Una parte de ella había quedado allí, arrojada en aquel piso, escuchando los disparos y las consecuencias de unas cortas palabras que ella no pensó que tuvieran tanto peso. Había muerto gente. Por su culpa. Por ella. Cruzó el vestíbulo con el abrigo aún sobre los hombros y subió las escaleras como si el pasamanos le quemara las manos.Temblaba. No había podido dejar de temblar ni una sola vez. Empujó la puerta del baño, encendió la luz y dejó caer el abrigo en el suelo. La silueta del espejo le mostró algo que le dio miedo, a otra mujer: camisa pegada en lugares donde el sudor había secado, falda manchada de polvo, el rímel corrido en un rastro que no recordaba haberse tocado. Abrió la ducha, giró al máximo hacia el frío y se metió sin desnudarse, como si con haber
El coche se detuvo ante una fachada de ladrillo claro con ventanas altas y contraventanas negras. No era un restaurante en el sentido habitual: no había letrero, ni música que escapara por la puerta, ni olor a ajo desde la cocina. Era una casa privada con personal discreto, y eso le dijo a María más que cualquier nombre caro en una guía. A Carlo le gustaban los lugares donde el menú no se negociaba y las entradas no se anunciaban.Un mayordomo los condujo por un pasillo pulcro, madera encerada y cuadros anónimos colgados simétricamente, hasta una estancia amplia donde aguardaban tres hombres. Mesa redonda, mantel de lino, plata vieja. Había luz de tarde entrando en diagonal por una cristalera que daba a un jardín. Los tres se levantaron a la vez, no por cortesía, sino porque Carlo había entrado.—Señores —dijo él, con esa calma que ocupaba el espacio—. Les presento a mi esposa, María.No dijo “mi nueva esposa”, ni “mi reciente esposa”. Dijo “mi esposa”, como si la palabra llevara déca
Capítulo 9 – El paseo prohibidoLa mañana se había estirado como un castigo. María aún sentía la presión de la firma en su muñeca, como si la tinta hubiera atravesado la piel para marcarla en carne viva. Había intentado rebelarse, romper, llorar, pero nada había funcionado. Ahora, mientras Claire —una de las criadas jóvenes de la mansión— abría el armario y colocaba ropa sobre la cama, supo que lo siguiente tampoco sería opcional.Ya que, luego de vestirse, él la miró de la cabeza a los pies y le dijo que ese no era el atuendo. —Dijo que se vista con esto —explicó la muchacha, bajando la mirada con deferencia.Sobre la colcha descansaba una camisa blanca de seda, botones finos, casi transparentes en la luz, y una minifalda de tela negra que apenas llegaría a medio muslo. María arqueó una ceja, incrédula.—Esto es una trampa.Claire no respondió, pero el silencio lo dijo todo.María se vistió con lentitud, cada botón cerrado con rabia contenida. La falda se ajustaba demasiado a sus ca
María seguía de pie, con la respiración entrecortada, la mandíbula dura, la mirada clavada en el borde afilado de la carpeta de cuero. Carlo cerró la contrapuerta con el pestillo y la sala quedó atrapada en un silencio denso que olía a tinta, pólvora y café frío.Caminó hacia ella con ese paso sin prisa que a María le erizaba la piel por la espalda. Se detuvo a un palmo, le tomó la cara con una mano que no temblaba y la besó. No fue un roce; fue una afirmación. Su boca sobre la de ella, firme, caliente, el sabor metálico de la rabia mezclándose con el residuo amargo del café.María reaccionó con el cuerpo antes que con la cabeza. Lo empujó, lo apartó con los dos puños contra el pecho y, cuando se separó un palmo, le estampó la palma en la mejilla. El sonido seco rebotó entre las paredes. Carlo dejó que el golpe lo girara un poco, aceptándolo como si hubiera estado en el guion. La sonrisa que apareció después fue lenta, peligrosa; la de alguien que encuentra placer en la resistencia.E
María no levantó la vista de la taza de café que Carlo había dejado frente a ella. El aroma intenso no lograba tapar el nudo que le apretaba la garganta desde que había abierto los ojos. Había intentado comer algo, pero cualquier bocado se le quedaba atascado.Le fue completamente imposible desayunar.Carlo, sentado en la cabecera de la mesa, la observaba como si estuviera midiendo cada respiración y en sus manos reposaba una carpeta de cuero negro.—Hoy nos casamos, como ya te dije. Será cuanto antes, no tengo tiempo que perder —dijo al fin, como si hablara del clima.María levantó la cabeza despacio, incrédula.—¿Por qué demonios sigues diciendo eso?—Escuchaste bien —respondió, sin titubeos—. Es simple. Un contrato y una ceremonia breve. Sin invitados, sin flores, sin romanticismos inútiles. Solo lo necesario para dejar todo sellado. Nada de vestidos… y esas cosas. Supongo que también te quieres saltar toda esa parte. ¿O deseas una boda por todo lo alto? Solo importa que seas mi es
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