La puerta se cerró con un chasquido metálico. No fue un portazo, pero el sonido se sintió definitivo. María giró la cabeza al oír la cerradura activarse por fuera, y aunque no tenía esposas ya, sentía las muñecas todavía apretadas por la presión.
Estaba sola. Al fin.
Observó la habitación: alfombra gruesa de color borgoña, muebles antiguos, pero bien cuidados, una cama inmensa con dosel de terciopelo y cortinas pesadas. Había un tocador, un armario de madera tallada, lámparas de cristal, y un ventanal alto cubierto por cortinas opacas. Era lujosa, como una habitación de hotel de cinco estrellas, pero sin el más mínimo rastro de libertad.
Caminó hasta la ventana. Corrió las cortinas con manos temblorosas. Había una reja metálica por fuera, no visible desde adentro. Más allá, un jardín oscuro y silencioso, rodeado de muros altos con cámaras en las esquinas. No había una ciudad allá afuera. Solo sombra.
Se acercó más y empujó la hoja de la ventana. Cerrada. Sin manijas. Una lámina sellada.
—Hijo de puta… —murmuró entre dientes, y golpeó el vidrio con el puño, aunque apenas se inmutó.
Miró alrededor, buscando algo afilado, algo útil. Había adornos, jarrones, un espejo. Todo pesado, frágil, inútil. No había teléfono. No había cerradura en la puerta. Ni siquiera un picaporte.
Caminó por la habitación como una fiera encerrada, tocando los muros, tanteando esquinas. Nada.
A los pocos minutos, exhausta de tanto buscar una salida, se sentó al borde de la cama. Se llevó las manos a la cara y soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo. Solo entonces notó que la habitación olía a sándalo, un perfume demasiado refinado para una prisión.
Cuando se abrió la puerta, no se sorprendió.
Carlo entró sin avisar, sin golpear. Llevaba una camisa oscura, desabrochada en el cuello, y una chaqueta que dejó caer sobre una butaca sin importarle arrugarla. Su presencia llenaba el cuarto como si ya le perteneciera, como si no tuviera que pedir permiso para respirar allí.
María no se movió.
—¿Te parece bonita? —preguntó él, observando la habitación como si la viera por primera vez.
—¿Qué? —dijo ella, levantando la mirada.
—La habitación.
—Es una jaula con tapicería fina —respondió con voz seca—. ¿Es esto lo que haces con las mujeres que secuestras? ¿Las encierras como muñecas rotas?
Carlo no se inmutó.
—Solo cuando representan algo importante.
—No soy importante. Soy un daño colateral —dijo María, con los dientes apretados—. Y lo sabes.
Él se acercó con lentitud, caminando alrededor de la habitación como si inspeccionara el terreno.
—No eres el cuadro. No eres el dinero. Pero tu padre me vendió como si lo fueras —dijo él, deteniéndose frente a una pintura colgada en la pared, una escena oscura que María reconoció de inmediato.
—¿Caravaggio? —preguntó ella sin querer.
Él sonrió apenas.
—Una réplica. La original está en Roma. Pero esta… no está tan mal. Claro que tú sabrías eso mejor que yo.
María parpadeó. No esperaba que supiera eso. Ni que le hablara con ese tono.
—¿Sabes quién fue Caravaggio?
Carlo se giró hacia ella.
—Un asesino que pintaba como un ángel. Un exiliado, pendenciero, arrogante. Pero nadie iluminaba el pecado como él. Ni el dolor. Ni la belleza rota.
El silencio entre ellos se volvió más denso.
—¿Vienes a darme una clase de historia del arte antes de violarme?
Carlo alzó una ceja. Caminó hasta el tocador, tomó una copa que alguien había dejado allí—vino, aún fresco—y se la llevó a los labios. Bebió sin prisa.
—No voy a tocarte —dijo por fin—. A menos que tú lo quieras.
María no supo si reír o escupirle la cara.
—¿Quieres que te agradezca por eso?
—No. Pero sí quiero que entiendas que esto no es un burdel. No soy un monstruo hormonal. Soy un hombre con reglas. Y una de ellas es el consentimiento. Siempre.
—¿Y encerrar a una mujer en una casa en medio de la nada también entra en tus reglas?
Carlo se acercó un paso. Luego otro.
—Esta es tu habitación. Desde hoy. Podrás moverte por la casa bajo supervisión. Tendrás lo necesario. Comida, ropa, privacidad… dentro de ciertos límites.
María apretó los puños.
—¿Y qué tengo que darte a cambio?
—Tu presencia. Tu silencio. Y tu obediencia básica.
—¿Obediencia?
—No me provoques sin motivo. No trates de escapar. No intentes sabotear nada. No hagas estupideces.
—¿Y si lo hago?
Carlo la miró como si ya supiera la respuesta.
—Te dolerá.
María tragó saliva.
—¿Qué esperas de mí?
Carlo se inclinó sobre el respaldo de una silla y la miró con calma.
—Que te adaptes. Que no grites. Que entiendas que tu padre jugó con fuego, y tú eres la única ceniza que me queda.
Ella alzó la barbilla.
—No soy ceniza. Y no voy a adaptarme.
Carlo dio media vuelta y caminó hacia la puerta.
—Eso es decisión tuya. Pero no olvides esto —se detuvo en el marco, sin mirarla—. Tu padre me traicionó, María. Y tú… tú eres el precio. —Carlo no salió. Se detuvo junto al marco de la puerta, con una mano sobre el pomo, como si algo lo hubiera hecho cambiar de idea—. Iba a decirte esto después de la boda —dijo, sin girarse—. Cuando firmaras los papeles y llevaras mi nombre legalmente. Pero viendo tu carácter… no tiene sentido esperar.
María se irguió en la cama, con el cuerpo tenso y los ojos clavados en su espalda.
—¿Después de la boda? —repitió con sarcasmo—. ¿Vas a hacerme el favor de casarte conmigo? Qué generoso.
Carlo giró apenas el rostro, lo suficiente para que ella viera la sombra de una sonrisa peligrosa.
—No es un favor. Es un contrato. Uno que ya empezó a cumplirse desde que pusiste un pie en esta casa.
—No he firmado nada.
—Tu padre firmó por ti.
—No soy una obra de arte que pueda cambiar de manos con una firma —dijo ella, levantándose de la cama—. Yo soy mía. No soy de nadie.
Carlo se giró del todo, apoyando la espalda contra la puerta, como si estuviera dispuesto a quedarse allí horas.
—Eres mía, María.
—Entonces rompe el contrato. Quédate con tu maldito cuadro y déjame en paz.
—El cuadro se fue con él. Tú eres lo único que dejó atrás. El único bien real que puedo cobrar.
—Entonces quemaré mi piel para que no tengas dónde poner tu marca.
—Ya llevas mi marca —replicó él, con voz baja—. Aunque no lo veas aún.
Ella lo fulminó con la mirada. La rabia le ardía en el pecho, pero su voz salió firme.
—Te haré vivir un infierno. No importa cuánto encierres mi cuerpo. Mi voluntad no se toca.
Carlo cruzó los brazos, impasible.
—Vas a ser una esposa obediente.
—Voy a ser tu mayor tormento.
—Y aún así, compartirás mi cama.
—No lo haré. Antes me duermo en el suelo.
—Tendrás una cama entera para ti, si así lo quieres. Pero dormirás en mi habitación. Porque de eso se trata este acuerdo: de parecer real. Ante el mundo… serás mi esposa.
—Una esposa obligada, humillada, atrapada. Qué espectáculo tan inspirador vas a dar.
Carlo se acercó dos pasos, sin dejar de mirarla.
—No necesito inspiración. Necesito silencio, presencia y obediencia básica. No me importa si sonríes o me odias por dentro. Solo asegúrate de no fallar cuando estemos frente a otros.
María alzó la barbilla con orgullo.
—¿Y si fallo?
—Aprenderás. El dolor enseña rápido.
Se hizo un breve silencio.
—¿Qué más? ¿Quieres dictarme las reglas de tu palacio de oro?
Carlo asintió una sola vez.
—Sí. Y más te vale escucharlas.
Ella cruzó los brazos.
—Adelante. Sorpréndeme.
Él habló sin titubeos, con la voz seca y el tono de quien ha memorizado su poder.
—Primero. Compartiremos techo y cama. Tu cuerpo será tuyo, hasta que me lo entregues. Y cuando eso pase, lo aceptaré… si es sincero.
—Entonces jamás lo tocarás.
—Veremos cuánto dura tu palabra.
Ella no respondió. Sus uñas se clavaban en su antebrazo, pero no bajó la mirada.
—Segundo. Tu padre no existe. No lo menciones. No lo llores. No preguntes por él. Si lo haces, me encargaré de que lo olvides por las malas.
—Nunca lo olvidaré. Aunque me arranques la lengua.
—Tercero. Tendrás acceso a ciertas zonas: esta habitación, la biblioteca, el jardín interior y mi estudio de arte. Lo demás está prohibido.
—¿Y si cruzo una puerta cerrada?
—La próxima que cruces será la del infierno. Y no será tan cómodo como esta cama.
Ella arqueó una ceja.
—Amenazas sofisticadas. ¿Hay más?
—Cuarto. Tus conocimientos de arte ya no te pertenecen. Vas a catalogar, autenticar y restaurar lo que yo diga. Vas a trabajar para mí.
—¿Y si arruino tus obras?
Carlo se encogió de hombros.
—Entonces arruinas tu única utilidad.
—No soy una herramienta.
—Eres un talento comprado. Yo decido si lo uso o lo tiro.
María apretó los dientes.
—Eres despreciable.
—Quinto. En público, sonreirás. Vestirás lo que te dé. Harás el papel de esposa devota si lo exijo. No me interrumpas. No me contradigas. No muestres debilidad.
—¿Y si lo hago?
—Te dejaré sola. Y a veces, eso duele más que un castigo.
—¿Sola? ¿Crees que le temo a la soledad? Me crie en ella.
Carlo no respondió. Solo la miró con más intensidad.
—Sexto. No me hables si no tienes algo útil que decir. No me toques si no estás dispuesta a sostener las consecuencias. No me mientas. Nunca.
—Tú eres la mentira, Carlo. Eres la máscara que nadie se atreve a arrancar.
—Y tú, el fuego que no sabe cuándo apagarse.
Ella lo sostuvo con la mirada. Nadie parpadeó. Nadie cedió.
—¿Eso es todo?
—Una más —dijo él, casi con suavidad—. El amor no entra en este acuerdo. No lo busques. No lo ofrezcas. No lo uses como excusa. Aquí no hay redención, María.
—Nunca la busqué. Y menos en alguien como tú.
Carlo dio un paso atrás. Volvió al marco de la puerta. Su mano se apoyó una vez más en el pomo, pero esta vez sí se giró por completo para mirarla.
—Recuerda esto, entonces —dijo con voz grave—. Tu padre me traicionó. Y tú… tú eres el precio.
Abrió la puerta. Salió sin mirar atrás.
Y justo al otro lado, en ese corredor oscuro de piedra, Carlo se detuvo. Apoyó la espalda contra la puerta cerrada, bajó la cabeza y soltó el aire con una sonrisa leve y peligrosa.
Una mano en el pecho, como si acabara de sobrevivir a una explosión silenciosa. La otra colgando, relajada.Le encantaba su espíritu de lucha.
Le gustaba más de lo que debería.