María tenía las manos llenas de pintura, inclinada sobre un lienzo viejo en su cuartito en París.A sus veinticinco años, estaba a un paso de ser restauradora de arte, y cada pincelada la acercaba más a esa vida libre que tanto quería. Pero esa noche, todo se torció.El teléfono sonó mientras limpiaba sus brochas. Era su papá, algo raro, porque él casi nunca llamaba.—Hija, cuídate mucho y perdóname—dijo, con la voz temblorosa, como si alguien lo estuviera vigilando—. No confíes en nadie.—¿Papá? ¿Qué pasa? —preguntó María, pero la llamada se cortó.Se quedó mirando el teléfono, con un nudo en el estómago. Su papá siempre había sido reservado, un tasador de arte que viajaba demasiado, pero nunca lo había oído así. Intentó devolverle la llamada, pero no contestó. Decidió no darle muchas vueltas. Seguro exageraba, como siempre. Pero algo en esa llamada la dejaba un tanto inquieta.Estaba recogiendo sus cosas cuando alguien golpeó la puerta. No era un toque suave, sino un golpe seco, de
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