La muerte de Greco fue solo el principio.
Como una serpiente decapitada, su organización se retorció durante un par de días antes de dividirse en múltiples cabezas más pequeñas y aún más venenosas. Las demás familias vieron en el caos una oportunidad. Las calles se tiñeron de sangre.
Atentados, incendios, traiciones.
Carlo no retrocedió.
Si Greco había sido un adversario de cuidado, lo que vino después fue una masacre sin máscaras: viejos aliados traicionaron acuerdos, jóvenes aspirantes quisieron ocupar su lugar, y los cadáveres comenzaron a acumularse en sótanos, canales y autos abandonados.
Cada mañana, Carlo salía del hospital sin prometer que volvería vivo.
Cada noche, lo hacía.
Sus camisas llegaban empapadas de sangre —a veces ajena, a veces propia— y su rostro, antes inquebrantable, mostraba grietas de agotamiento. Pero no se detenía. No podía. La guerra no la había empezado él, pero la terminaría. A su manera.
La ciudad temblaba. Y a su paso, Carlo recogía territorios, quemaba