Cuando llamaron a la puerta, María no respondió. Se quedó inmóvil, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el borde de la cama y los brazos cruzados sobre las rodillas.
—Señorita Saint-Roux —dijo una voz grave al otro lado—. Es hora de cenar.
No se levantó.
La puerta se abrió sin esperar respuesta, y un hombre vestido de negro —alto, cuadrado, con mandíbula afilada— la observó con expresión neutra.
—Tiene órdenes de bajar.
María lo miró como se mira a un muro. Pero el muro se acercó, la ayudó a ponerse de pie sin brusquedad y la condujo por un pasillo largo con alfombras persas y cuadros colgados a ambos lados. Ninguno tenía firma. Todos parecían reales.
La llevaron hasta un comedor inmenso. Una mesa de madera oscura, con velas encendidas, platos de porcelana, copas vacías. Pero Carlo no estaba allí. Solo ella.
La empujaron suavemente hacia una silla. No dijo nada. No quería comer, pero el aroma del pan caliente y la sopa cremosa le recordó que no había probado bocado en todo el día.
Comió en silencio, sin mirar a nadie, porque no había nadie. Solo un guardaespaldas en la entrada, con el rostro tan inexpresivo como el de una estatua. La cena se sintió como una trampa envuelta en mantel de lino.
Entonces lo pensó.
El pasillo. El silencio. La puerta abierta.
María no sabía qué la sacó del letargo: si el silencio del comedor o la certeza de que si no lo intentaba esa noche, ya no lo haría nunca. No pensó. Solo se levantó. La silla cayó detrás de ella con un golpe seco.
Corrió.
El mármol bajo sus pies descalzos la impulsaba hacia lo desconocido. Puertas cerradas. Pasillos infinitos. Escaleras que subían, bajaban, se bifurcaban. El aire era espeso. El miedo era un animal vivo en su garganta.
Tomó un giro a la derecha. Otra puerta. Una ventana con barrotes. Siguió. Más madera, más piedra, más oscuridad.
Al doblar un corredor, una sombra apareció a su derecha.
El hombre la vio, gritó algo en italiano y se lanzó tras ella.
—¡Alto!
María no obedeció.
Saltó un escalón. Tropezó. Siguió corriendo. Se agarró a un marco de puerta, giró, y entonces él la alcanzó.
La sujetó por el brazo con una fuerza brutal.
—¡Suéltame, cabrón! —escupió ella, y le clavó la rodilla entre las piernas con todo el odio que tenía acumulado.
El hombre se dobló, gruñó, pero no la soltó. Enfurecido, le cruzó un puñetazo en la cara.
El impacto le abrió el labio. Todo se volvió rojo.
Ella escupió sangre, lo miró a los ojos… y le escupió en la cara.
—¡Maldito cerdo!
Intentó correr de nuevo, tambaleándose, pero su visión era borrosa y las piernas le fallaban. Dio dos pasos.
Y chocó con algo. Con alguien.
El cuerpo era duro como piedra. Grande. Imponente. El aire se congeló.
Alzó la mirada y lo vio.
Carlo.
El rostro contra el que había chocado no era una máscara vacía. Era furia contenida a punto de explotar.
María cayó al suelo. Su pierna cedió. La herida del labio ardía. La sien le latía. Quiso arrastrarse. Retroceder.
Él se inclinó. Le sujetó el rostro con una mano firme, obligándola a mirarlo.
Se levantó. No dijo nada.
Giró. Caminó hacia el hombre que la había golpeado.
—Io ti avevo detto... —murmuró Carlo.
El otro intentó explicarse. Levantó las manos.
Pero no tuvo tiempo.
Carlo lo golpeó con una precisión escalofriante. Una vez en la mandíbula. Luego en el estómago. Rodillazo en el pecho. Codo en la sien.
María, aún en el suelo, lo observó con los ojos abiertos de par en par. Carlo no peleaba: castigaba. Su expresión era un abismo. Su cuerpo, una tormenta. Cada golpe era certero, rápido, salvaje.
El hombre cayó. Tosió. Sangraba.
Carlo no se detuvo.
Le dio otro puñetazo. Y otro. Hasta que el guardaespaldas quedó inmóvil, arrastrando saliva roja por el suelo. Su rostro ya no era rostro.
María temblaba. No por el golpe que había recibido. Sino porque ese hombre que ahora la miraba de nuevo, con las manos empapadas de sangre… era el mismo que la había secuestrado.
Carlo regresó a ella. Se inclinó. Su respiración era agitada, pero el control regresaba poco a poco a sus facciones.
La alzó en brazos.
—No te traje aquí para que nadie te haga daño —dijo, la ira aún bullendo en su voz.
María forcejeó, débilmente.
—No me toques.
—No puedes caminar. No tienes opción.
—Suéltame, Carlo. ¡No soy tuya!
—Sigue repitiéndolo. Pero eso no cambia nada.
La llevó por los pasillos sin hablar. Su respiración seguía pesada. Sus manos, llenas de sangre caliente. María no quería que la tocara, pero no podía evitar cómo su cuerpo temblaba. No por él. Por todo.
Llegaron a otra ala de la casa. La habitación era oscura, masculina. Paredes forradas en cuero negro, alfombra espesa, chimenea encendida.
Carlo abrió la cama. La metió dentro, con una delicadeza casi ofensiva.
María se cubrió los hombros con las manos como si temiera ser tocada por él, como si estar en aquella habitación… en la cama de Carlo, le concediera algún derecho sobre ella.
Él se acercó. Ella se tensó al momento.
Carlo levantó las manos manchadas.
—No voy a tocarte —dijo al ver cómo ella se encogía—. No mientras me mires como si fuera el siguiente en romperte. Te lo dije antes, necesito tu consentimiento. No soy un violador. ¿Por qué sigues temiéndome?
María cerró los ojos con fuerza. Las lágrimas no cayeron. Pero el temblor en sus labios hablaba por ella.
Carlo fue hasta el baño. Lavó sus manos. Volvió con una toalla húmeda. Se sentó al borde de la cama.
—¿Puedo limpiarte la herida?
Ella no respondió. Solo lo miró como si tuviera un arma en la mano.
—María.
—Hazlo y vete.
—Estás en mi cama. Voy a dormir en mi cama. Y no pretendo dejar que salgas de ella.
—¡Dijiste que no ibas a tocarme!
—Y no lo haré. Pero pasarás la noche a mi lado.
Carlo apartó el cabello de su frente y empezó a limpiar el corte en su labio con cuidado. Ella aguantó el dolor. No se quejó. No desvió la mirada. Solo apretó los puños bajo la manta.
Cuando terminó, Carlo se quedó allí, observándola.
—No vuelvas a intentar escapar así. Esta casa es una trampa. Pero tú aún tienes opciones. ¿Es que no escuchas mis advertencias? Parece que te encanta ponerte en peligro.
—¿Y cuál es la opción?
—Ser libre. Dentro de lo que puedo darte. María, no hay más. Solo yo y lo que te ofrezco. ¿Te has puesto a pensar quién te protegió todo este tiempo mientras tu padre jugaba a hacerse el invencible sin importarle lo que le pasara a su familia? He cuidado de ti, y lo seguiré haciendo. Sin mí, la orden de ejecución de tu padre… se extendería hacia ti.
—¡No tengo nada que ver con eso! Y tú mientes.
—Cada noche frente a tu puerta, en la oscuridad, había uno de mis hombres cuidando de ti. Siempre te seguían. Sé con quién saliste el fin de semana pasado. A quién llevaste a tu casa a inicio de mes… Ese amigo tuyo que le gusta besar donde no debe.
María se sonrojó. ¿Qué tanto sabía Carlo?
—Eres… un acosador.
—Tu protector. No le veo lo malo a eso.
Ella soltó una risa hueca, amarga.
—No me conoces, Carlo. Pero lo harás. Y cuando lo hagas… vas a arrepentirte de no haberme dejado huir esta noche.
—Vas a agradecerme por salvarte. Es lo que he estado haciendo este último año.
Se puso de pie y empezó a desnudarse. María giró el rostro y evitó mirarlo. Carlo caminó de un lado a otro, buscando algo, pero cuando volvió a entrar en su rango de visión…
María contuvo el aliento. Sus ojos se agrandaron.
Segundos después, él entró a la cama.
Las luces se apagaron.