El matadero abandonado se alzaba como una mole de hierro oxidado, con sus viejas tuberías y ganchos de carnicería colgando del techo, convertido ahora en guarida de un imperio sucio. Desde el exterior se oía música baja, vasos chocando, risas contenidas. La guarida de Greco estaba viva y despreocupada.
Carlo se agachó tras un contenedor. A su lado, Rocco revisaba el cargador del fusil corto; Matteo, con el maletín de explosivos, parecía una sombra nerviosa. Ninguno habló. No hacía falta. La tensión les corría por la piel como un segundo uniforme.
Carlo no era un jefe escondido en un despacho. Había estado en guerras peores. Sabía entrar, destruir y salir. Esa noche no iba como negociador: iba como un hombre a recuperar a su mujer y a enviar un mensaje que toda Sicilia, París y Nápoles leerían.
—Entramos en tres frentes —murmuró—. Tú, Rocco, cubres la salida norte. Matteo, las cargas aquí y aquí. Yo entro por el centro. No quiero rehenes. Si la tocan, matamos a todos.
Su tono era glaci