El reloj de pared marcaba las nueve. Carlo estaba sentado en el sillón de cuero, copa de grappa en mano, la chaqueta aún puesta como si no hubiera terminado de desvestirse desde que volvió a casa.
No había mensajes, no había llamada.
Carlo nunca había sido paciente. Menos aún con una mujer que era suya.
El silencio lo consumía.
La copa se estrelló contra la chimenea, el cristal se hizo añicos y la bebida se mezcló con la ceniza.
—¡Busquen a mi esposa! —rugió, de pie, con la voz que hacía temblar hasta a sus propios hombres.
En cuestión de minutos, el salón se llenó de actividad: llamadas, informes, direcciones revisadas. Los Belluzzi no tenían margen para titubeos. Él tampoco.
Pasó media hora.
Uno de sus hombres entró con la cabeza gacha, sosteniendo un teléfono satelital.
—Don Carlo… tenemos noticias.
El siciliano se lo arrancó de las manos.
—Habla.
—Señor, la señora Belluzzi… la vieron interceptada. Una furgoneta negra, tres hombres. La llevaron hacia el sur de la ciudad. Todo apunt