Capitulo 8

María seguía de pie, con la respiración entrecortada, la mandíbula dura, la mirada clavada en el borde afilado de la carpeta de cuero. Carlo cerró la contrapuerta con el pestillo y la sala quedó atrapada en un silencio denso que olía a tinta, pólvora y café frío.

Caminó hacia ella con ese paso sin prisa que a María le erizaba la piel por la espalda. Se detuvo a un palmo, le tomó la cara con una mano que no temblaba y la besó. No fue un roce; fue una afirmación. Su boca sobre la de ella, firme, caliente, el sabor metálico de la rabia mezclándose con el residuo amargo del café.

María reaccionó con el cuerpo antes que con la cabeza. Lo empujó, lo apartó con los dos puños contra el pecho y, cuando se separó un palmo, le estampó la palma en la mejilla. El sonido seco rebotó entre las paredes. Carlo dejó que el golpe lo girara un poco, aceptándolo como si hubiera estado en el guion. La sonrisa que apareció después fue lenta, peligrosa; la de alguien que encuentra placer en la resistencia.

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