La nieve había comenzado a caer sobre Lucerna.
Era un invierno tímido, de copos pequeños y persistentes. La ciudad tenía ese aire de postal antigua que María —ahora Adele Delacroix— encontraba reconfortante. No recordaba nada antes del hospital, salvo pesadillas vagas y escenas que no lograba ubicar.
Tenía una pequeña casa de dos pisos, al borde del lago. Una galería de madera, cortinas blancas, una lámpara junto a la ventana. Vivía de forma austera: enseñaba francés a turistas, escribía cartas a una mujer ficticia que decía ser su hermana, leía novelas en voz alta para los ancianos de una residencia.
Y esperaba.
No sabía exactamente qué.
Quizás que la memoria regresara. O quizás que no lo hiciera.
Sus manos, aún delicadas aunque marcadas por antiguas cicatrices, bordaban nombres que no reconocía. A veces, se sorprendía susurrando uno: Carlo.
Todo tenía que ver con ese hombre que había desaparecido.
No sabía quién era. No sabía si lo había amado o temido.
Ahora solo sabía que llevaba