Capítulo 4

María escuchó el crujido leve del colchón antes de sentir cómo el peso de Carlo hundía la cama. El aire cambió.

Mantuvo la espalda rígida, el cuerpo vuelto hacia el lado opuesto, como si con eso pudiera fingir que él no estaba a escasos centímetros.

Con las luces apagadas todo parecía más ruidoso, sentía que los latidos de su corazón retumbaban por las paredes no de su pecho, sino de la habitación.

Aquello era insostenible.

Ese hombre la había secuestrado, se presentaba como su salvador, pero María sabía que solo era su captor.

Carlo se acomodó despacio, con la calma de quien sabe que no necesita apresurarse para obtener lo que quiere. El roce del algodón de las sábanas contra su piel desnuda hizo que María apretara los labios. Cada movimiento de él parecía amplificarse en la quietud.

—Si te estás preguntando… sí —dijo él con voz baja, grave, como si conversara con la oscuridad—. Estoy desnudo.

María cerró los ojos con fuerza.

—¿Quieres intimidarme? ¿Es lo que buscas? No me asustan los abusones.

—¿Cómo me has llamado?

—Es lo que eres.

—Soy tu salvador, María. Y no finjas que no te tensa que esté en la cama, a tu lado, desnudo.

—No me importa. Ja. Mejores cuerpos he tenido al lado y sin necesidad de que me fuercen a nada. Tu presencia… no me perturba —mintió.

Una pausa. Podía sentir cómo él sonreía, incluso sin verlo.

—Claro que te importa. A mí también me importaría si estuvieras desnuda a mi lado.

María apretó las manos bajo la almohada. No iba a darle la satisfacción de girarse, pero su respiración ya estaba un poco más rápida.

Carlo no se movió hacia ella, pero su voz llenó el espacio entre los dos.

—Podría tocarte ahora…

Ella bufó, sin girarse.

—¿Y qué te detiene?

—Me gustan las cosas bien hechas. Prefiero que seas tú quien se acerque.

—No voy a acercarme nunca.

—Eso lo dices ahora.

Un silencio espeso los envolvió. El sonido del fuego, el latido en los oídos de María y el roce mínimo de las sábanas eran todo lo que existía. Intentó concentrarse en cualquier otra cosa: la textura de la manta, el olor del perfume en el aire… pero el calor a su espalda era como un imán.

Carlo habló otra vez, más bajo.

—Te estás tensando. Lo noto en tu respiración.

—Estoy cansada.

—No. Estás alerta.

María no respondió. Si abría la boca, él lo sabría.

Sintió cómo él cambiaba de postura. El colchón se hundió un poco más cerca de su cintura. Su instinto fue apartarse, pero se obligó a quedarse quieta. El calor aumentó, y supo que él estaba mirándola, aunque ella solo veía la oscuridad.

—Relájate —murmuró.

—No me des órdenes.

—Entonces considéralo un consejo.

El silencio volvió, pero era diferente. Más cargado. Carlo no la tocaba, no cruzaba la distancia, pero estaba lo bastante cerca como para que ella pudiera imaginarlo. Cada vez que él respiraba, su pecho se expandía, y ese movimiento hacía que el aire tibio le rozara la piel descubierta del cuello.

—Si crees que voy a dormir tranquila así… —empezó a decir.

—No espero que duermas tranquila.

—¿Entonces?

—Espero que pienses en mí —dijo, y esas palabras se quedaron flotando en el aire como un desafío.

María sintió un calor subirle por el cuello hasta las mejillas. No estaba segura si era rabia, vergüenza… o algo peor.

—Eres un arrogante.

—Solo sé lo que provoco.

—En otras. No en mí.

Carlo soltó una risa corta, baja.

—Te encantaría que fuera así.

Se movió, y por un instante creyó que iba a acercarse más, pero se limitó a cambiar de lado. Aun así, esa breve fricción de su pierna rozando el borde de la suya bastó para que un escalofrío le recorriera la espalda.

María decidió hablar antes de que él pudiera notar su reacción.

—¿Siempre duermes así?

—¿Así cómo?

—Desnudo, invadiendo la cama de una mujer que no quiere estar aquí.

—Siempre duermo desnudo. Lo de invadir… solo contigo.

Ella giró la cabeza apenas lo suficiente para mirarlo por encima del hombro.

—Deberías irte a otra cama —dijo, pero su voz no tuvo la fuerza que pretendía.

—Esta es mi cama. Y hoy es tu cama también. Acostúmbrate.

El contacto llegó sin aviso: la yema de sus dedos rozando la tela fina de la manga de su ropa. No fue un toque invasivo, apenas un roce, pero bastó para que ella contuviera el aliento.

Carlo lo notó, y retiró la mano.

—¿Ves? —murmuró—. No necesito tocar más. Con tan poco, ya te muevo.

Ella se giró por completo, indignada.

—¿Y qué te hace pensar eso?

—Tus ojos —respondió él, sin apartar la mirada—. No mienten.

Se quedaron así, frente a frente, compartiendo el mismo aire. María sintió que podía contar cada pestaña de él. El calor de la habitación parecía menos intenso que el de su cuerpo, que estaba tan cerca que un movimiento mínimo los uniría.

—Si quieres algo, dilo —lo retó, intentando que su voz no temblara.

—Quiero que recuerdes esta noche —dijo, con calma peligrosa—. Porque aunque jures odiarme, vas a pensar en ella. En cómo estuvimos aquí, sin que yo cruzara la línea. Y vas a imaginar cómo sería si la cruzara.

El corazón de María latía tan fuerte que estaba segura de que él podía escucharlo. No supo si fue para huir o para protegerse, pero volvió a girarse dándole la espalda.

Carlo no dijo nada más. Solo escuchó cómo él se acomodaba, y sintió su respiración más cerca. Tan cerca que el calor le envolvía la nuca.

Poco a poco, el sueño se fue mezclando con el pulso acelerado. María no estaba segura de si él se había movido o si ella había cedido, pero cuando la conciencia empezaba a desvanecerse, sintió algo: la presión ligera de su mano, descansando sobre la curva de su cintura.

No fue un agarre fuerte, no fue posesivo. Fue… constante. Como si esa mano dijera “estás aquí, y aquí te quedas.”

No se apartó. No porque quisiera, sino porque no podía moverse sin que él lo notara.

Cerró los ojos con fuerza, intentando ignorar la sensación del calor de su piel, la solidez de su presencia, y la certeza incómoda de que Carlo tenía razón: esa noche iba a recordarla.

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