Entró a Moretti Corporation buscando respuestas… y encontró al hombre que había controlado su vida desde las sombras.Bajo el nombre de Ana Stevens, una joven regresa a su país para descubrir la verdad tras la muerte de su abuelo. Lo que no sabe… es que su apellido real, su herencia y hasta su libertad ya tienen dueño. Un matrimonio secreto. Un CEO implacable que la conoce demasiado bien. Una familia dispuesta a todo por eliminarla. Y en el centro de todo… Alessandro Lombardi. Frío, brillante, letal. El hombre que juró protegerla. El hombre que nunca debió desearla. ¿Qué se oculta detrás de su mirada? ¿Por qué la llama “Sparrow”? ¿Y qué pasará cuando descubra quién es realmente… y a quién pertenece?
Ler mais—Estás despedida.
Las palabras cayeron como una sentencia de muerte en la sala de juntas.
El silencio fue absoluto. Ni siquiera el sonido de las respiraciones se atrevía a romper la tensión que impregnaba el ambiente.
Frente a mí, Alessandro Lombardi me observaba como si fuera algo sucio pegado en la suela de su zapato. Alto, imponente, perfectamente vestido con ese traje negro que parecía hecho a medida para intimidar. Su rostro era una máscara de indiferencia, pero sus ojos grises… esos ojos… ardían con un desprecio helado.
—¿Tiene algo que decir en su defensa, señorita Stevens? —preguntó, su tono tan frío como su mirada.
Abrí la boca, pero las palabras se atoraron en mi garganta. Todos me observaban. Los directivos. Los empleados. Incluso los de Recursos Humanos. Un espectáculo perfecto. Mis entrañas se revolvieron al ser el centro de una humillación tan pública.
Tragué saliva. Mi corazón latía desbocado, un tambor sordo resonando en mis oídos. Sentía un calor incómodo ascender por mi cuello, pero me obligué a mantener la compostura.
—Yo… no robé nada —logré decir, con voz tensa pero firme.
Un suspiro exagerado se escuchó a mi izquierda.
Giuliana.
Se movía con la gracia de una depredadora, cada paso medido, cada gesto calculado. Su cabello rubio se balanceaba como una cascada de oro, y la sonrisa que adornaba sus labios era tan impecable como el vestido de diseñador que ceñía su figura. Una burla silenciosa a mi miseria.
El suspiro de Giuliana no fue de impaciencia, sino de un deleite apenas disimulado. Saboreaba cada gota de mi humillación.
—Por favor, Alessandro —dijo ella, sonriendo con esa dulzura envenenada que dominaba a la perfección—. No la hagas perder el tiempo… Todos sabemos lo que hizo.
La miré. Un escalofrío de rabia me recorrió la espalda. Sabía perfectamente que estaba detrás de la trampa. Los archivos falsificados. Los correos adulterados. La memoria USB "olvidada" en mi escritorio. Una obra de arte de la traición… y ella la había orquestado con precisión milimétrica.
—Yo no filtré información —insistí, mirando directo a Alessandro. No me importaban los demás. Solo él. Solo su juicio.
—No te creo —respondió él sin inmutarse. Su voz era un susurro helado, pronunciado con la calma de quien sostiene la verdad absoluta.
Los susurros comenzaron de inmediato.
—La encontraron robando datos…
—Dicen que trabaja para la competencia…
—Qué ingenua, pensó que no la atraparían…
Cada cuchicheo era una daga clavándose en mi espalda. Me pregunté si alguien siquiera dudaba de mi culpabilidad, o si el espectáculo de mi caída era demasiado entretenido.
Y Alessandro… no hizo nada para detenerlos.
Al contrario, parecía disfrutar del circo.
Los paneles de cristal de la sala reflejaban mi rostro pálido, mis ojos ardiendo de rabia contenida. Sentí el peso de la traición incrustarse en mi pecho como plomo. Mi mirada se clavó en el imponente logotipo de Moretti Corporation en la pared, el símbolo de lo que me negaba a perder.
—En Moretti Corporation no hay lugar para traidores —declaró Alessandro, cruzando los brazos sobre su pecho. Su mirada era de hielo puro. Inamovible. Implacable.
Su voz, profunda y medida, llenó la sala, y la multitud de tiburones a su alrededor asintió complacida. En ese momento, no era un hombre… era un juez dictando sentencia.
—No soy una traidora —mi voz sonó más fuerte esta vez, cargada de rabia contenida—. Esto es un error.
Giuliana se acercó, fingiendo preocupación, pero su sonrisa maliciosa la traicionó.
—O una mentirosa muy convincente… —susurró solo para que yo la escuchara—. Lástima que no te alcanzó el tiempo, querida Ana.
"Ana". El nombre me quemaba en la lengua. Mi escudo. Mi disfraz.
Tragué saliva, sabiendo que cualquier palabra sería inútil.
—Será mejor que recoja sus cosas —continuó Alessandro, ignorando mis palabras—. Esta es su última hora en estas oficinas.
Sus ojos grises se clavaron en los míos.
Duros. Inamovibles.
Como si ya me hubiera juzgado, condenado y enterrado.
No podía caer.
No ahora.
No delante de ellos.
Mis pasos retumbaron en la sala cuando, sin esperar respuesta, me giré hacia la puerta. Las miradas me seguían como cuchillas. Lástima. Morbo. Crueldad.
Y entre todas, los ojos de Giuliana brillaban de triunfo venenoso.
El eco de los murmullos me persiguió hasta el pasillo.
—Lo tuvo merecido…
—¿Creyó que podía engañar a Lombardi?
—Pobrecita, seguro la deportan…
Los ignoré. Cada palabra, cada mirada, se convertiría en leña para mi venganza.
El pasillo parecía interminable. Las paredes de cristal, los logotipos de Moretti Corporation brillando como advertencias. Sentí una opresión en el pecho, un recordatorio de lo que creían haberme arrebatado.
Los recuerdos de mis primeros días en este edificio me golpearon. El miedo. La expectativa. La falsa seguridad de que podría acercarme a mi objetivo sin ser descubierta. Qué ingenua fui.
El aire acondicionado me golpeó el rostro cuando crucé el pasillo hacia los ascensores. A cada paso, las caras conocidas se apartaban, algunos con lástima fingida, otros con sonrisas satisfechas.
Mientras caminaba, el eco lejano de la voz de mi abuelo resonaba en mi mente: "sé fuerte, nadie debe saber quién eres". El apellido Moretti… mi escudo y mi carga.
Pero ya no había escudo. Solo el peso insoportable de esta humillación.
—Señorita Stevens —la voz de Alessandro me detuvo en seco.
Me giré despacio, sin esfuerzo por disimular el desafío en mis ojos.
Él seguía en el umbral de la sala, como un dios oscuro observando su imperio. Imperturbable. Inquebrantable.
—Una última advertencia —su voz era baja, grave, cargada de amenaza contenida—. Si vuelve a acercarse a esta empresa, las consecuencias serán… devastadoras.
Sus ojos me atravesaron, grises como acero frío.
No había rastro de duda.
Solo poder.
Solo hielo.
Tragué saliva.
—No se preocupe, señor Lombardi —respondí, sonriendo, aunque me estuviera desmoronando por dentro—. No acostumbro repetir errores.
Él no respondió. Solo me observó. Fijo. Penetrante.
Como si intentara descifrar un enigma.
Me giré antes de que pudiera escarbar más.
Apreté los puños, la rabia me encendía las venas.
Caminé hacia el ascensor, los pasos firmes, el corazón latiendo con furia contenida. El juego apenas comenzaba.
Las puertas metálicas se cerraron. El silencio dentro del ascensor se sintió ensordecedor. Apenas podía respirar.
Cuando la luz del piso marcó el descenso, sentí una mano en mi brazo.
Me giré, sobresaltada.
Era la secretaria de Alessandro. Su rostro estaba pálido, los labios apretados.
—Nunca lo había visto así —susurró, con la voz temblorosa—. Es como si… es como si despedirte fuera arrancarse un brazo.
Fruncí el ceño, confundida.
—¿Qué? —pregunté, pero la mujer ya se alejaba, como si se arrepintiera de haber dicho demasiado.
Me quedé sola, con el eco de sus palabras retumbando en mi cabeza.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.
¿Qué demonios estaba pasando?
Las puertas se abrieron en el vestíbulo. Caminé hacia la salida, atravesando el imponente lobby de mármol. Cada rincón, cada pared de cristal, era un recordatorio de lo que me habían arrebatado.
Frente a la puerta giratoria, me detuve un segundo, respirando hondo. Afuera, la ciudad seguía su curso: autos, luces, gente indiferente al pequeño terremoto que acababa de sacudir mi mundo.
Pero esto no había terminado.
Era solo el principio.
Apreté los puños, sentí el ardor en mis ojos, pero me obligué a seguir. Mi mirada se endureció al enfocarme en el edificio, y en la promesa que no dejaría morir.
La batalla por lo que me pertenece… apenas comenzaba.
Diez millones de euros. El precio de su cabeza, anunciado en el lenguaje universal de la codicia. La libertad del piso franco, que había durado apenas unas horas, se evaporó. Se convirtió en una trampa. Cada ventana que daba al tranquilo patio interior era ahora una vulnerabilidad, un punto de mira. Cada vecino anónimo que paseaba a su perro se transformó en un posible cazarrecompensas. El susurro de las hojas en los árboles ya no era reconfortante; era el sonido de alguien acercándose.—Maldita sea —murmuró Luciano, alejándose de la ventana, su cuerpo ahora un resorte tenso—. Esto lo cambia todo. Volkov no está jugando. Ha puesto un faro sobre tu cabeza visible para cada rata de alcantarilla de Europa.Isabela sentía el pulso martilleando en sus sienes, pero su mente, forjada en el crisol de las últimas semanas, se mantuvo fría.—Nos enfrentamos a una elección —dijo, su voz tranquila, analítica, cortando la tensión—. Nos quedamos aquí y nos atrincheramos, usando tus defensas digitale
El viaje fue un borrón de luces de autopista y un silencio denso y pesado. Isabela no recordaba gran parte, su mente todavía vibrando con la adrenalina de la fuga, el eco del apagón y la imagen de Dimitri Volkov, sonriendo, grabada a fuego en su cerebro. Finalmente, después de lo que pareció una vida entera, el coche se detuvo en el anonimato de un garaje subterráneo, bajo un edificio de apartamentos sin pretensiones en las afueras de Ginebra.—Aquí estamos —dijo Luciano, cortando el motor. Su voz, tranquila y profesional, fue el ancla que la devolvió a la realidad.El refugio era la antítesis del búnker de Alessandro. Era un apartamento en el tercer piso, escasamente amueblado con piezas funcionales de segunda mano que parecían tener su propia historia. Olía a pintura fresca, a café recién hecho y a la promesa de un nuevo comienzo. Las ventanas, desnudas de cortinas, daban a un patio interior con árboles cuyas hojas susurraban con el viento, no a paredes de hormigón. No había cámaras
2:55 AM.El silencio en el búnker era el de una tumba a punto de ser profanada. Isabela estaba de pie en la oscuridad de su habitación, vestida con ropa táctica de color negro que Luciano le había dejado escondida en un conducto de ventilación durante su "mantenimiento". Su corazón latía con una cadencia pesada y constante, un metrónomo marcando la cuenta atrás para el acto de traición más grande de su vida.Sobre la cama, tenía los pocos objetos que Luciano le había indicado: una pequeña linterna de baja intensidad, un dispositivo del tamaño de una tarjeta de crédito y una barra de proteína. Nada más. Viajar ligera. Viajar rápido.Se acercó a la puerta y pegó la oreja a la fría superficie de acero. Podía oír el murmullo casi inaudible del sistema de circulación de aire. Podía imaginar a los guardias en la sala de monitores, sus rostros iluminados por el brillo de las pantallas, observando un centenar de ángulos muertos, sin saber que el verdadero ataque estaba a punto de venir desde
La euforia del descubrimiento fue una droga de corta duración. Durante unos gloriosos segundos, en el silencio de la sala de control a las 3 de la mañana, Isabela sintió que tenía el mundo en sus manos. La villa Moretti. La biblioteca. Los leones de piedra. Tenía el mapa del tesoro.Y entonces, el muro de la realidad se estrelló contra ella con la fuerza de un tren de mercancías.Estaba atrapada. Una prisionera en un búnker de alta seguridad a cientos de kilómetros de distancia de su objetivo. La villa, su hogar de la infancia, era ahora una fortaleza enemiga, controlada por la misma gente de la que se escondía. La respuesta estaba al alcance de su mano, tan cerca que casi podía oler el polvo de los viejos libros de la biblioteca, pero era inalcanzable. Era como morir de sed mientras se mira un espejismo.La frustración era una bilis amarga en su garganta. Se apoyó en la consola, su frente fría contra el metal, una sensación de impotencia tan abrumadora que casi la ahoga.Su primer in
La llave de plata era fría y pesada en la palma de la mano de Isabela, un ancla tangible a un pasado que se sentía cada vez más como un laberinto de fantasmas. Elena se la había entregado con manos temblorosas, un acto de traición a su señor actual y de lealtad suprema a la memoria de Antonella. Ahora, Isabela tenía la llave. Pero la cerradura estaba en algún lugar del mundo, oculta por veinte años de dolor y secretos.¿Cómo se encuentra una caja empaquetada hace dos décadas desde el interior de un búnker de alta seguridad? La respuesta, se dio cuenta Isabela, no era con fuerza, sino con inteligencia. Con sigilo.Su estrategia comenzó con Elena. Se convirtió en su sombra, ayudándola en sus tareas diarias en la cocina, en la lavandería, creando una rutina de intimidad doméstica que adormecería cualquier sospecha. Bajo el pretexto de querer "conectar con el abuelo que recordaba", comenzó su interrogatorio sutil.—Mi abuelo siempre fue tan... meticuloso, ¿verdad, Elena? —dijo un día, mie
La pregunta de Isabela quedó suspendida en el aire, una demanda que era a la vez una súplica y una orden. Elena se quedó inmóvil en el umbral, su mano todavía en el pomo de la puerta, su rostro una máscara de conflicto. La lealtad a Alessandro, su señor actual, el hombre que le pagaba y del que dependía, estaba en guerra directa con una lealtad mucho más antigua, mucho más profunda, a la memoria de la mujer a la que había servido y querido.—No sé si debería, mi niña —susurró finalmente, su voz tensa—. Hay... hay historias que es mejor dejar enterradas. Por el bien de todos.—¿El bien de quién, Elena? —presionó Isabela, su voz suave pero implacable—. ¿El bien de un hombre que se está ahogando en su propio dolor en la habitación de al lado? ¿O el bien de una mentira que ha envenenado a dos familias durante veinte años?Elena desvió la mirada, incapaz de sostener la de Isabela.—Te lo pido no como la prisionera de Alessandro —continuó Isabela, dando un paso hacia ella—. Sino como la hij
Último capítulo